sábado, 5 de noviembre de 2011

Un sólo libro en el corazón de un hombre. Lampedusa. Svevo.

Pasa el tiempo. Ahora sí lo sabemos. Ya no tocamos de oídas. La más dulce tarea de la vida, la leer de nuevas y releer de viejas se desdobla de manera bifronte, mitad y mitad, sobre el tiempo que nos queda libre, ese que nos queda de cuando no estamos luchando por ganarnos el pan. Me consuelo pensando en Joyce dando clases de inglés a Italo Svevo en Trieste, contratado por la Academia Berlitz.
La relectura de El Gatopardo produce  sorpresas que uno no había sabido apreciar hace treinta años. Son meandros distintos, pues con toda probabilidad cada edad nos hace mirar el tiempo que nos traspasa con anteojeras distintas. En primer lugar, destaca su modernidad y al tiempo su lejanía de toda corriente pues la situación temporal de la novela, que cuenta desde el 1952-54 sucesos de hace casi 80 o 90 años, es una ida y vuelta de pequeños detalles e incidencias que la alejan por completo de la novela histórica al uso. Este mecanismo de nostalgia y de evocación de lo pasado se pone en marcha no porque sepamos a ciencia cierta la fecha de escritura del texto sino por el estilo literario de Lampedusa, por su posición como narrador, y también por esos dos o tres finos comentarios que nos entrega el autor para fecharlo; así, cuando compara el tiempo de recorrido de la época pretérita con la navegación aérea y comercial del tiempo desde el que escribe.
Por otra parte, el autor, conocedor y admirador de Proust y de nuestro referido Joyce, es consciente del tipo de obra que busca: sabe que un tipo de narrador como él sólo tiene en su vida una sola novela, una sola gran obra en la que desandar el camino vivido que le ha llevado hasta ella, como si todo lo demás fueran derivaciones y accidentes, necesarios tal vez para formarle, pero no imprescindibles, en cuanto que podían haber sido otros y distintos. Casi de inmediato pensamos en Malcolm Lowry, en José Lezama Lima o en Louis Ferdinand Celine y luego, por contra, en la dudosa posteridad de tantos plumíferos hiperactivos y anfetamínicos.  Italo Svevo le escribiría a Valery Larbaud, el primer descubridor francés de Borges, que "dans le coeur d'un homme il n'y a de la place que pour un seul roman". Sobre Larbaud y Borges es muy interesante la traducción del artículo que el primero escribió acerca de Inquisiciones, en 1925, y que nos ofrece el profesor Gómez Montoya, de la Universidad de Antioquía.Por cierto que Borges era de la misma opinión, y lo dijo y repitió de maneras variadas: el escritor tiene dos o tres hallazgos u obsesiones que modela de distintas formas a lo largo de su vida.
El Gatopardo gira en torno a una sentencia o hallazgo que se nos ofrece repetido de dos o tres maneras: "si vogliamo que tutto rimanga com´é, bisogna que tutto cambi". Sabiduría mediterránea, griega, romana, clásica, defensora del aprendiz que aprende copiando al maestro y del rigor del canon o fusta con que lo doma, y de la adaptación pero con capacidad de avance, del saber que para permanecer hay que dejar sitio al joven que viene a encastar y a desbravarse en la eterna rueda de la mezcla de sangres y orígenes.
Es esta una sabiduría contraria, como dice Rafael Sánchez Ferlosio en "Non Olet" a esa vulgaridad salvacionista de lo personal que profesa un Don Sem Tov de León: "si yo no puedo cambiar la realidad; sea yo como ella".
Por último, anotar que la novela engaña. Pues no es una novela de la decadencia, que es como en apariencia se nos presenta. Y describe. El Gatopardo es una presentación y preparación para la muerte, una oración desde el Huerto de Getsemaní y al tiempo una lección de estoicismo a lo Marco Aurelio, que es tal vez su secreto numen, pues cuando llegamos al final del libro tenemos muy claro que es Lampedusa quien a través del Príncipe de Salinas de despide de nosotros, cumpliendo con los deberes que la vida le ha asignado.