W. G. Sebald y J. M. Coetzee son dos encuentros con la
literatura que amo, con esa literatura transformadora del mundo y de uno mismo
al tiempo, allí donde la lectura puede ser un escollo para seguir viviendo
igual que antes, o una tabla de salvación. Sebald: alemán no alemán
transportado a Inglaterra. Coetzee, bóer sudafricano transformado en errante
superviviente de un mundo prendido de la culpa; la culpa de un colonialismo y
de un pasado que cada uno lleva como puede. Vértigo,
del alemán y Esperando a los bárbaros,
del bóer, son libros hermanos, libros que nos obligan a plantearnos la linde de
este mundo de seguridades aparentes y comodidades occidentales que, en
cualquier momento, comienzan a desdibujarse, a decirnos muy poco. Mi compañero
de algunas rutas y admirado Fernando Savater seguro que diría, «ya, déjame a mí con esas seguridades
aparentes y esas comodidades, que es justo lo que otros desean..., y anhelan».
En todo caso, son estos dos libros incómodos, inquietantes,
turbios, desencantados, libros que nos hablan de un fin, de una maldición, como
aquel Spell de H. Broch. Sus
protagonistas son capaces de sobrellevar la humillación y el descrédito
personal, el derrumbe, casi sin ira, con una percepción del dolor profunda,
pero al tiempo no exenta de curiosidad; no quieren una solución, ni una salida,
porque son del todo avariciosos del periplo de su propio hundimiento, y aún así
en este hundimiento hay vida, vida más allá de la vida.
Estamos ante una resignación que parece una metáfora
religiosa si no fuera porque tanto Sebald como Coetzee parecen situarse más
allá de todo lo divino. Pienso en ellos y me viene a las mientes un dictum
inapelable de don Francisco de Quevedo que me ha acompañado muchos años, como
una premonición: «Muchas veces se suelen perder los hombres por el mismo camino
que pensaban remediarse».
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