¿Escribimos porque pensamos que la literatura es un antídoto de eternidad contra el olvido? Es el sueño humano, demasiado humano de Nietzsche. Escribimos para conjurar esa maldición, para que esa piedra sepultada entre ortigas de la que nos habla Cernuda siga siendo memoria, para que el sueño de una sombra que evoca Píndaro dibuje su silueta sobre el lienzo de esa muralla larga que vamos recorriendo, que es la vida, sin cesar, hasta que un día nos quedamos sobre ella dibujados, convertidos en jeroglifo, (hieros-glifos) escritura sagrada o palabra divina hecha por nosotros para ver pasar a los demás.
El olvido, o el infierno, sería así como un largo pasillo entre murallas pobladas de ojos petrificados, uno de esos laberintos amargos que construyó Bruce Nauman. El cielo, en cambio, sería ese mismo laberinto de pasillos, pero adentro de la muralla, allí donde nos espera la inmensa biblioteca imaginada por Jorge Luis Borges, allí donde los dioses están dibujados por nosotros a nuestra imagen y semejanza, como clavos de memoria sujetando el armazón del tiempo.
Platón nos describe de este modo el trance final que estamos indagando: “en el momento en que todas las almas hubieron pasado, se trasladaron a la llanura del leteo, allí donde habita el olvido. Experimentaron entonces un calor insoportable, puesto que en este llano no hay ni plantas ni árboles. Al llegar la tarde, las almas se apostaron para pasar la noche junto al río Ameles, donde habita el descuido y la precariedad, y cuya agua no puede ser contenida en ninguna vasija”.
Ninguna sed puede ser socorrida en ese río inclemente que nos describe el filósofo-poeta. Morir, olvidarse de uno mismo, equivale a desecarse, a amojamarse en ese desierto sin memoria, junto a un río en cuyas aguas nuestras manos resbalan, inútilmente tratando de amarrar los nombres de las cosas, nuestro pasado ya disuelto en polvo por la llanura hirviente, extinguida la gloria efímera de la posesión del cuerpo.
Dice Luis Cernuda, extramuros:
“Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo solo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo solo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.
En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.”
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.”
Dice Píndaro, extramuros:
“En un instante
se acrece el deleite de los mortales,
en un instante también se viene al suelo,
derribado por una sentencia inflexible.
Seres efímeros: ¿qué es cada uno de nosotros,
qué no es? Sueño de una sombra
es el hombre.”
Dice Borges, intramuros:
“La Biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza”.