lunes, 4 de abril de 2011

El gallo de Asclepio y la metáfora. Nietzsche.

Es cierto que, según nos dice Federico Nietzsche, "para el poeta auténtico la metáfora no es una figura retórica, sino una imagen sucedánea que realmente flota ante él, en lugar de un concepto". Parafraseando a Ortega, diríamos que en la metáfora, se está: la metáfora no se dice, se padece. En todo caso, este flotar no puede confundirse con toda la realidad, sino sólo con parte, con aquella parte que Jorge Santayana confiaba a la potencia nutricia de la imaginación.
De ahí la exageración niestzscheana, la difuminación de los espacios de conocimiento y de relaciones de convivencia que llevará al alemán a, en sus palabras de nuevo, "ver la ciencia con la óptica del artista pues ahora será el arte y no la moral la actividad metafísica del hombre". Para este, "sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo: ahí reside el fondo de esa exageración que a tantos ha confundido y llevado a extremos intolerables de relación con uno mismo y con los demás.
Nietzsche conocía perfectamente la sociedad griega clásica pero tras su primer descubrimiento de esa polaridad de tensiones que describió en El origen de la tragedia, su deriva personal lo llevó a querer ver, en exclusiva, lo exagerado, lo instintivo, como parte fundamental de la triunfante hybris humana. Esta visión singular se hizo arrinconando esa otra gran conquista griega que tiene que ver con lo contenido, lo correlacionado, lo medido. Como todo solitario y por lo demás desarraigado de la vida social, Nietzsche prefiere la locura marginal de Dionisos frente al esplendor certero de Apolo. Tal vez por eso era consciente de que, al sacrificar la búsqueda de la verdad y cualquier relación de esta con la ética o con la vida social, "los filósofos del futuro solo podrían ser descritos, acertada o equivocadamente, como  ensayistas", seres parciales del todo opinativos, orfebres de la retórica.
Sócrates, con independencia de la famosa oscuridad de sus últimas palabras, ese gallo que hay que sacrificar a Asclepio, prefiere no huir a los bosques, fuera de la ciudad, como un cimarrón. Acepta de este modo una condena que sabe injusta pero que está dentro de los límites morales de la ciudad. Ahí también hay un mensaje que no es sólo servil o derrotista. Un mensaje que el escritor o el intelectual de hoy sigue recibiendo.

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