Hoy
que hemos tendido la bandera del Arco Iris en la Plaza de Cibeles de Madrid me
he acordado de repente del poeta y ensayista valenciano Juan Gil-Albert, y de
su poderoso y valiente Heraclés. Sobre
una manera de ser, libro escrito en 1955 y sólo publicado en 1975. Es uno
de los más delicados y emocionantes estudios literarios de la homosexualidad, y
del carácter homosexual, como forma integrada en la vida de todos los días, un
poco a la griega, que era la manera en la que Gil-Albert reconocía mejor ese amor,
y un poco bajo el prisma del aventurero, del integrante de una tribu anarquista
y rebelde, en donde el homosexual se posiciona como el disidente vitalicio por
antonomasia. Heraclés es un pequeño
tratado que recorre tiempos e ideas, entreverando citas y reflexiones propias,
homenaje a Platón y al dios Antinoo, el llorado amante que se sacrificó para salvar
al emperador Adriano. Pero sobre todo, antes que nada, es un tratado acerca de
un carácter, de una pasión, de un modo del ser en el mundo que tantas veces ha caminado
entre tinieblas...
Como muestra, va aquí este botón de su demorada prosa: “La norma de los ociosos no es la ética de los trabajadores, es la
estética de los contemplativos. Ni necesitan trabajar ni divertirse. Se
recrean, se saben ser; asisten, narcisísticamente, a su transformación
paulatina dentro de un módulo dado. En el caso del homosexual esta virtud
recreativa toma el aspecto de una embriaguez desolada; por lo exaltadamente que
se produce en la soledad más estricta. Representa el antiascetismo vital, el esteticismo
nato. Y como las obligaciones que nos inculca la materia le son intolerables es
por eso que se adhieren en el amor, a aquella forma del mismo que no pasa de
ser, en su estructura pasional, más que una imagen, sin consecuencia, de la atracción
que opera en el Universo, una ínclita sugestión de la mente. Un juego ideal. El vehículo necesario para que
todo ese afán de soledad recreada de sí mismo y de exaltación plástica del
amado, se caldee por dentro y palpite como una entraña. O sea, se vitalice”
Yo
conocí en persona Juan Gil-Albert a finales de 1981, cuando yo tenía 21 años y él
75. Era un hombre delicado y que aún se sorprendía de cosas completamente
cotidianas que para nosotros eran la más triste evidencia. “Recuerdo estas
calles de Madrid, más anchas, más hermosas, la gente paseando, cuando aún no
había coches que llenaran las aceras”, decía. Solía quedarse en hoteles
señoriales de la calle Velázquez, huyendo del barullo del centro de la ciudad. Allí
nos recibía a los jóvenes poetas que le llevábamos nuestros versos inéditos. Y todavía con muchas ganas de ligar. En cuanto podía, te invitaba a subir a su habitación, para probarte. Por si había suerte.
Era un hombre desusado, de otro tiempo, del suyo propio. Por entonces,o tal vez poco después, comenzaba a preparar el estreno de su Valentín, en la sala Olimpia de Madrid. Nosotros preparábamos la salida de la revista La Luna de Madrid, y le ofrecí colaborar desde el nº cero. Le hizo una ilusión enorme, “mi mejor reconocimiento”, dijo, que era pensar que jóvenes como nosotros, que teníamos fama bien ganada de airados y punkis, le ofreciéramos colaborar en nuestra revista posmoderna.
Era un hombre desusado, de otro tiempo, del suyo propio. Por entonces,o tal vez poco después, comenzaba a preparar el estreno de su Valentín, en la sala Olimpia de Madrid. Nosotros preparábamos la salida de la revista La Luna de Madrid, y le ofrecí colaborar desde el nº cero. Le hizo una ilusión enorme, “mi mejor reconocimiento”, dijo, que era pensar que jóvenes como nosotros, que teníamos fama bien ganada de airados y punkis, le ofreciéramos colaborar en nuestra revista posmoderna.
Como
he contado alguna vez, Juan no escribía ya por entonces, y cada mes, me dictaba
la pequeña prosa que publicábamos en la revista en un pequeño recuadro, titulado
Breviarum Vitae, a modo de
pensamiento ilustrado. Aquí en esta bitácora ya me acordé de Juan en una nota
que titulé Contra Corriente.
Juan Gil-Albert nos animaba todos a seguir el impulso propio y creador que debía
cristalizar en proyecto, como hicieran Rilke, Kandinsky o Juan Ramón. Juan era
solidario como persona, pero individualista hasta la médula como creador. Destestaba
lo que llamaba “la pseudointeligencia adocenada de nuestra “civilización
fabril: febril”. Su divisa, por él mismo proclamaba en Los días están contados, escrito en 1952, y publicado en 1974, decía
así: “Ayúdame a vivir contra corriente”. Era el primer verso de uno de sus sonetos.
Reconocía él que era una divisa de pocos, de quienes se alejaban de lo
multitudinario, y de todo aquello que la prensa y los medios machaconamente repetían,
ese “todo anónimo de cabezas parlantes y corazones manufacturados”. Supongo que
hoy estaría tal vez sorprendido, contemplando esa bandera de pocos que se han
hecho, poco a poco, muchos... La inmensa minoría que se ha integrado en la mayoría, por fin...
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