LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

lunes, 21 de mayo de 2012

Antonio Di Benedetto: Ciegos. Todos los adultos eran ciegos. Los niños, no.

Antonio di Benedetto es uno de mis autores secretos, uno de esos “imperdibles” como se decía en Buenos Aires, en mi época argentina, que me reconfortan con el oficio de escritor dispuesto a volcarse sobre el papel, tal vez como un ciego que sueña con esa luz que lo ha de volver a la noche de todos, por ponernos en tesitura Di Benedetto. La lectura de su obra, es una de las más conmovedoras y reveladoras de la condición humana terrible y desesperada a que ha llegado el ser humano en este siglo bárbaro en el que todo se sabe, pues antes, la ignorancia del dolor, tal vez nos excusaba del deber. He dicho siglo, pues es común noticia decir que el XX comenzó en 1914, pero todavía no ha terminado, y aquí debo corregir a quienes proponen que dicho periodo acabase en 1989, con la Caída del Muro de Berlín. No, rotundamente no, seguimos en el XX. Y tras la barbarie totalitaria ha llegado la barbarie que sacrifica en el reino de la cantidad los pocos usos y valores sanos y decentes que nos habían quedado. Por ejemplo, el de la conversación calmada o el del hacer desinteresado.

1914 queda señalado por el estallido de la 1ª Guerra Mundial, esto es, con el pistoletazo de salida del primer ejercicio de barbarie criminal en donde el Estado es capaz de ejercer, por una parte, la administración del dolor de manera integral, industrial y organizada; y por otra, de disponer de medios para engendrar la muerte masiva e indiscriminada de miles de personas a distancia, con frialdad, atributo de la verdadera crueldad, y todo ello con una capacidad excepcional para la manipulación y ocultación de los hechos mediante el empleo de medios de comunicación capaces de anular y exterminar cualquier atisbo de verdad personal, o de independencia de criterio.
No es que los estados e imperios europeos precedentes se hubieran comportado de mejor modo. En absoluto, ni lo hizo España imperial, ni lo hizo la Francia de Napoleón, ni lo hizo la Inglaterra victoriana, ni lo hizo la Rusia zarista, ni lo hizo la Bélgica leopoldesca, ni lo hizo nadie que ha dispuesto del poder supremo sobre otros pueblos. Parece en esto existir una dinámica perversa y al tiempo inversamente proporcional a todo sentido de humanidad y dignidad: cuanto más grande es el estado y cuando más poder acumula, más fieramente aplasta, subyuga y oprime a quienes cobija, por no hablar de lo que queda reservado para quienes se oponen a dicho poder. (Lo mismo, o parecido, podemos predicar, de los despotismos orientales).
Sin embargo, y dicho esto, desde hace unos cien años, más o menos, ya no tenemos (casi) excusa individual ante los desmanes del poder. Todo, o casi todo, lo sabemos más o menos en directo, o en todo caso en diferido, pero con un plazo tan corto de años que el conocimiento de la barbarie no nos impide convivir con los protagonistas de la misma. Eso, nos obliga a ser condescendientes. O cínicos. No podemos decir que no conocemos a los torturadores. Simplemente, diremos que no estamos dispuestos a ejercer justicia. Y cuando ya no hay justicia, es cuando se habla de perdón o de olvido. Miserias…, que nos harán practicar comercio con jueces y torturadores nazis, franquistas, estalinistas, castristas o de cualquier otro pelaje potencialmente depravado.
El 24 de marzo de 1976, pocas horas después del golpe militar liderado por el General Videla, Di Benedetto fue secuestrado por el ejército. Durante 18 meses, el escritor y periodista mendocino fue torturado, golpeado y vejado, tal vez, imaginaba él, que era un burgués moderado y liberal, por su incapacidad para escribir al dictado de esos criminales vestidos de uniforme, por su incapacidad para escribir mentiras. Liberado en septiembre de 1977, y tras un periplo por varios países, Di Benedetto se exilió en España. "Creo nunca estaré seguro que fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente. Pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosas de las torturas", declaró años más tarde. En 1985 volvió a Argentina, envejecido y empobrecido y murió. Esta manera de describirse a sí mismo, bajo el poder omnímodo que lo oprime, esta manera kafkiana o walseriana de dejarse llevar hasta la muerte casi sin esfuerzo por evitarse el propio desenlace está reflejada en la narrativa de Di Benedetto, en Zama, en El Silenciero o en Los Suicidas, la trilogía nodal de su obra.
Yo en la vida me reprocho con frecuencia creciente muchas cosas, quiero decir, que cada vez más pienso que en tal o cual circunstancia tenía que haber tomado otra decisión, debo decir. Y en esto soy o me siento benjaminiano, por Walter, y creo con él que la historia de los vencidos, o simplemente, la pasada, puede ser modificada ex post, como si de alguna manera pudiéramos aplicar cierta retroactividad, en la medida en la que corrijamos en nosotros, o en su narración, los sucedidos antiguos. Ya sé que es común frase, y hasta de supuesto sentido común admitido por el común de la gente, eso de que no hay que mirar atrás, pues “lo pasado, pasado está”, y parece aserto de ciencia fija afirmar que el agua que ha pasado bajo el puente ya no volverá. Si bien esto contradice la idea de que el agua de toda la tierra es la misma desde el origen, y en su eterno ciclo, bien pudiera volver a caer sobre el mismo valle que se cierra sobre el mismo puente, a modo de ciclo o edad brahmánica. Bien, esto es una suposición.
Sigo. Por una de las dos razones aducidas, me reprocho muchas cosas. Y una de ellas es la de no haber buscado y tratado a Di Benedetto durante su exilio en España, pese a la admiración que yo entonces le profesaba. Oportunidades las tuve, y mi relación con la editorial Alfaguara era fluida y directa, en cuanto Director de la Revista La Luna de Madrid, y me hubiera costado poco pedir una entrevista con mi admirado escritor. Pero no lo hice. Recuerdo que lo pensé, en un par de ocasiones, y lo dejé para un más adelante que no se produjo. Error, grave error.
¿Sirve esta nota para corregirlo? Digamos que no. Pero de alguna manera, al recuperarlo en mi tiempo perdido quién sabe si lo hago revivir en otros ojos que tal vez lo lean un día. Ya le rendí homenaje en La Venganza del Gallego. Y así se cumplirá ese pronóstico sencillo y sin alardes del autor cuando decía, en frase recogida por la siempre atenta Flavia Costa, en el Diario Clarín, en 1998, de una entrevista realizada por Andrés Gabrielli: "Espero que mis escrituras hagan su camino sosegado, que se les preste atención y que sean objeto de pacientes y razonables lecturas".
La novela Zama está dedicada “a las víctimas de la espera”, y narra las aventuras y pesares de un alto funcionario del Imperio español que en las postrimerías del siglo XVIII queda varado en Asunción del Paraguay, abandonado por la metrópoli y expuesto a los cuidados cada vez más remisos de sus supuestos representados. Juan José Saer, en el prólogo que escribe a El silenciero, en 1999, nos habla de que el hombre de Di Benedetto “vive acorralado por el ruido destructor del mundo…, encerrado en su universo persecutorio”. Y es que, en efecto, y como señala Saer, los personajes de estas novelas comparten con los de Svevo o Kafka o Walser, ese descreimiento o desconfianza en la vida que les hace, en un momento de la lucha, colaborar con el mundo para consumar la propia derrota. Son, todos, antihéroes…, o suicidas. Contra-personajes perdidos en un universo sin dueño ni sentido que intuyen que ceder es tal vez una manera de resistir, y de hacer risible la contumacia de un poder omnímodo que poco podrá hacer con un cadáver.
El Pentágono se publicó en 1955, y comparte con Rayuela de Cortázar, con Trasatlántico de Gombrowicz, con el Museo de la Novela de la Eterna de Macedonio Fernández, y, en fin con Joyce o con Aub, la idea de enfrentarse a la forma tradicional de narrar, buscando, en el caso de Di Benedetto, el recorte expresivo del florilegio verbal y de la gran narración lineal, decimonónica y descriptiva que todos estos escritores juzgaban ya imposible. Se trataba, ahora, de concentrarse en un epigrama encadenado de sucesos y de acontecimientos sincopados, a veces sin sentido, como la vida, que no lo tiene, definiendo mediante este arbitrio al protagonista como ser entrecortado, sin voluntad de vivir en cuanto que no sabe o no puede hacer carrera, “pues tiene cultura, pero eso ya se sabe que no hermosea a un hombre”.
Zama es una de las cumbres de la literatura argentina del siglo XX. Publicada en 1956, su protagonista, Diego de Zama, se lanza al ruedo buscando a su autor, con el que comparte final “y un probable fracaso generado por él mismo a modo de maldición heredada…, pues disponía de cómo de una resignación previa,porque percibía que, en el fondo, todo era factible, pero agotable”.
Más adelante, Zama, viendo que se desvanece el sueño de volver a juntar recursos para traer a Misiones a Marta, a su mujer, para reconstruir el hogar, se dice: “Quise discernir el porqué de ese vuelco y advertí que era como si hubiese andado largo tiempo hacia un previsto esquema y estuviera ya dentro de él. Necesité imperiosamente asirme a algo. El estómago vino en mi ayuda, reclamándome alimento. Acudí a la posada como en pos de la esperanza”. En otro momento: “Tan despejado como el universo celeste estaba yo. Pensé en Marta, sin pena. El pasado era un cuadernillo de notas que se me extravió” Más adelante, al fin: “Supe que había dicho sí a mis verdugos. Pero hice por ellos lo que nadie quiso hacer por mí: decir, a sus esperanzas, no”. Antonio Di Benedetto, en la renuncia suprema a la vida, que es también la resignación ante el dolor o ante la opresión, hace un ejercicio de libertad por el camino de la negación o de la resistencia pasiva, pues una vez que eliminamos el temor al Jefe, o al qué dirán, o a la fama, o a la pobreza, o a la decencia, nos hacemos tan inservibles como invulnerables…