Cuando
yo era adolescente, a finales de los setenta, y comenzaba a escribir, y aun durante los años ochenta, estaba en boga
de los malos poetas de la Escuela de la Experiencia, y de otros epígonos cansinos del gran Ángel
González, el criticar la poesía de Borges. Tampoco era bien vista su poesía en
los círculos que frecuentaban las
tertulias de Cuadernos Hispanoamericanos, como no gustaba Lezama Lima, y en
general la poesía barroca latinoamericana. No gustaban del porteño sus rimas evidentes, su
ritmo clásico, su historicismo narrativo, y menos aún la filosofía perenne y la
poética de la analogía y la circularidad que anidaba en sus poemas. Decían
estos además que Borges escribía muy buenos cuentos, pero llenos de “erudición
prestada”, como si esta pudiera ser de otra manera, y que desde luego no era
poeta. Para su desgracia, y pese a dominar gran parte de la escenografía de la
crítica que se hacía en los medios hispánicos, Borges se impuso él solito, como
se imponen los poetas, con su voz, con una voz, por cierto, casi indisociable
en el hacer poético y en el hacer reflexivo.
Es
cierto que la poética de Borges, y su conocimiento, y la plasmación de ese
conocer en su poesía, es ajena del todo a la linealidad. La idea de un mundo
que se desarrolla de una vez para siempre en un sentido le es totalmente ajena.
No hay Razón en Historia, o desenvolvimiento de la misma, y por tanto nadie
puede apropiarse de esa bandera para imponer una verdad sobre otra. Esta
impresión, en política, lo hará demócrata y conservador, y cauto ante todo
compromiso y militancia; posición adecuada para un porteño de La Recoleta, pero
insostenible en Argentina.
El
Universo y su perfeccionamiento en la Historia, para Borges, en realidad, es
una cárcel. Podemos conocerlo por analogía, al margen de la causalidad, tal y
como decía Octavio Paz que conocían los pueblos mesoamericanos a sus dioses. Su
alegoría del alfabeto, y la construcción de un mundo imaginario de repeticiones
a partir del mismo, ejemplifica su posición, si bien no debe ser tomada
literalmente.
El
alfabeto, nos dice Borges, tiene veinticinco signos; lo podemos combinar un
número enorme pero limitado de veces. En el extremo, en el de un hombre
inmortal, por ejemplo, las mismas páginas, los mismos escritos, y hasta los
mismos pensamientos se han de repetir. Claro que esto sólo es concebible desde
la divinidad, es decir, si tal hombre es Dios, o un dios. Primera trampa que
nos tiende Borges. Y que le dará mucho juego, pues tal existencia divina sólo
se puede comprender desde el aburrimiento o desde el sopor.
De
este modo, llegamos al centro del laberinto tras descubrir un universo y
descubrimos la puerta que nos conduce a la casilla de salida. El universo es por
tanto una cárcel. Y lo que se postula de los libros y los signos se postula de
los hombres. Así, tal vez no sea esta la primera vez que leéis estas
reflexiones, pues ya nos hemos encontrado en otro confín del tiempo; y las
casualidades que hasta aquí nos han traído son repeticiones de actos de otro.
De otro que igual nos está soñando en otro universo paralelo, o que ya nos ha
soñado, puesto que tal otro universo puede ir adelantado respecto del nuestro,
o tal vez atrasado, y que influye sobre nosotros a modo de vaticinio. Son los
sueños de Brahmá, que se repiten en Edades legendarias; las dudas de Arjuna, antes de entrar a la batalla de los Baratas, conjuradas por Krishna, preludio de una enseñanza eternamente presente.
Por
este camino seríamos incapaces de convencer a los personajes de nuestros sueños
de su irrealidad, como tampoco nos convencerían ellos de la nuestra, escenario
similar al de los cuatro protagonistas de A
puerta cerrada, de J-P Sartre, encerrados en una habitación o infierno,
condenados tras una muerte que no recuerdan. Por estos senderos que se
bifurcan, Borges es un especialista en tejer sueños de un sueño con
pretensiones de lógica, en una noche interminable, con la amenaza de no
despertar rozándonos o seduciéndonos, en un ejercicio de cuerpos y sombras
digno del mejor Zorrilla.
Los
temas de Borges regresan cíclicamente; son frases y formas que dejan intuir
sucesivas series, como lo supieron los alumnos de Pitágoras, por él citados
tantas veces. Y por esa misma razón, Borges se copia y corrige sin descanso, o
se matiza o se contradice entre texto y texto, ya sea éste poema, relato o
ensayo. Si el destino está enmascarado, Borges no duda en presentarse a esa
cita con nuevos y variados disfraces en los que rehace el tiempo ido, y teje el
porvenir. Ariadna, Penélope, Proteo, cualquier nombre sirve. No importa tanto
el resultado final si pensamos que todos escribimos el mismo libro; un libro ya
escrito que fatalmente todos ignoramos. De aquí nace el interés literario y
vital de Borges por la Kábala, por el delirio de dar vida a ese Golem que esta,
según escuelas, admite, y en general, por el sueño de conocer los nombres de
Dios y de cartografiar hasta el límite el Libro del Génesis, un texto sin
arbitrariedades, dictado por la misma divinidad. Borges, en su demoledora e
irónica astucia, aspira a conocer la Totalidad mediante la interpretación del
libro sagrado.
Pero
Borges, alter ego de Homero, es al mismo tiempo un escéptico radical, un
pragmatista inglés que descree de los sentidos, que son engañosos, un
anarquista de pensamiento que necesita de esos espejos que teme y desprecia
para reconstruirse. Ante la realidad, la Totalidad borgiana se quiebra como la
luz se parte sobre sobre el prisma, y pierde sus sentido. Su existencia dura lo
que dura el reflejo de su imagen y Borges necesita escucharse para creerse. Su
ceguera final será un acicate para lanzar esa interrogación acerca de su propio
nombre.
¿Quién
es Borges? ¿El aventurero que no fue? ¿El malevo que soñó ser? ¿El militar de
la frontera? ¿El europeo continental, el inglés, el americano? ¿El orientalista? ¿El erudito? Borges,
que cumplirá con todas esas vidas que no fue, en sus escritos, aspira con ellas
a borrar al otro Borges que las escribe. Con una prosa rigurosa y ordenada, y
con una poesía contenida, pensada, Borges nos propone un mundo caótico, donde
la invención, la virtud suprema del Gran Hacedor, queda sujeta a unas claves
secretas que debemos reconocer. En ese reconocimiento nuestro subyace su forma
de afirmarse en este mundo.
De
entre todos mis preferidos, y para encuadrar estas líneas de homenaje, he seleccionado estos Cuatro Poemas
Circulares, dos de los años veinte y dos de los sesenta.
Líneas
que pude haber escrito y perdido hacia 1922
(Fervor
de Buenos Aires, 1923)
Silenciosas
batallas del ocaso
en
arrabales últimos,
siempre
antiguas derrotas de una guerra del cielo,
albas
ruinosas que nos llegan
desde
el fondo desierto del espacio
como
desde el fondo del tiempo,
negros
jardines de la lluvia, una esfinge de un libro
que
yo tenía miedo de abrir
y
cuya imagen vuelve en los sueños
la
corrupción y el eco que seremos,
la
luna sobre el mármol,
árboles
que se elevan y perduran
como
divinidades tranquilas,
la
mutua noche y la esperada tarde,
Walt
Whitman, cuyo nombre es el universo,
la
espada valerosa de un rey
en
el silencioso lecho de un río,
los
sajones, los árabes y los godos
que,
sin saberlo, me engendraron,
¿soy
yo esas cosas y las otras
o
son llaves secretas y arduas álgebras
de
lo que no sabremos nunca?
Mi
vida entera
(Luna
de enfrente, 1925)
Aquí
otra vez, los labios memorables, único y semejante a vosotros.
He
persistido en la aproximación de la dicha y en la intimidad de la pena.
He
atravesado el mar. He conocido muchas tierras; he visto una mujer y dos o tres
hombres.
He
querido a una niña altiva y blanca y de una hispánica quietud.
He
visto un arrabal infinito donde se cumple una insaciada inmortalidad de
ponientes.
He
paladeado numerosas palabras.
Creo
profundamente que eso es todo y que ni veré ni ejecutaré cosas nuevas.
Creo
que mis jornadas y mis noches se igualan en pobreza y en riqueza a las de Dios
y a las de todos los hombres.
A
la efigie de un capitán de los ejércitos de Cromwell
(El
Hacedor, 1960)
No
rendirán de Marte las murallas
a
éste, que salmos del Señor inspiran;
desde
otra luz (desde otro siglo) miran
los
ojos, que miraron las batallas.
La
mano está en los hierros de la espada.
Por
la verde región anda la guerra;
detrás
de la penumbra está Inglaterra,
y
el caballo y la gloria y tu jornada.
Capitán,
los afanes son engaños,
vano
el arnés y vana la porfía
del
hombre, cuyo término es un día;
Todo
ha concluido hace ya muchos años.
El
hierro que ha de herirte se ha herrumbrado;
estás
(como nosotros) condenado.
Everness
(El
otro, el mismo, 1964).
Sólo
una cosa no hay. Es el olvido
Dios
que salva el metal salva escoria
y
cifra en Su profética memoria
las
lunas que serán y las que han sido.
Ya
todo está. Los miles de reflejos
que
entre los dos crepúsculos del día
tu
rostro fue dejando en los espejos
y
los que ira dejando todavía.
y
todo es una parte del diverso
cristal
de esa memoria, el universo;
no
tienen fin sus arduos corredores
y
las puertas se cierra a tu paso;
sólo
del otro lado del ocaso
verás
los Arquetipos y Esplendores.