LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Un sólo libro en el corazón de un hombre. Lampedusa. Svevo.

Pasa el tiempo. Ahora sí lo sabemos. Ya no tocamos de oídas. La más dulce tarea de la vida, la leer de nuevas y releer de viejas se desdobla de manera bifronte, mitad y mitad, sobre el tiempo que nos queda libre, ese que nos queda de cuando no estamos luchando por ganarnos el pan. Me consuelo pensando en Joyce dando clases de inglés a Italo Svevo en Trieste, contratado por la Academia Berlitz.
La relectura de El Gatopardo produce  sorpresas que uno no había sabido apreciar hace treinta años. Son meandros distintos, pues con toda probabilidad cada edad nos hace mirar el tiempo que nos traspasa con anteojeras distintas. En primer lugar, destaca su modernidad y al tiempo su lejanía de toda corriente pues la situación temporal de la novela, que cuenta desde el 1952-54 sucesos de hace casi 80 o 90 años, es una ida y vuelta de pequeños detalles e incidencias que la alejan por completo de la novela histórica al uso. Este mecanismo de nostalgia y de evocación de lo pasado se pone en marcha no porque sepamos a ciencia cierta la fecha de escritura del texto sino por el estilo literario de Lampedusa, por su posición como narrador, y también por esos dos o tres finos comentarios que nos entrega el autor para fecharlo; así, cuando compara el tiempo de recorrido de la época pretérita con la navegación aérea y comercial del tiempo desde el que escribe.
Por otra parte, el autor, conocedor y admirador de Proust y de nuestro referido Joyce, es consciente del tipo de obra que busca: sabe que un tipo de narrador como él sólo tiene en su vida una sola novela, una sola gran obra en la que desandar el camino vivido que le ha llevado hasta ella, como si todo lo demás fueran derivaciones y accidentes, necesarios tal vez para formarle, pero no imprescindibles, en cuanto que podían haber sido otros y distintos. Casi de inmediato pensamos en Malcolm Lowry, en José Lezama Lima o en Louis Ferdinand Celine y luego, por contra, en la dudosa posteridad de tantos plumíferos hiperactivos y anfetamínicos.  Italo Svevo le escribiría a Valery Larbaud, el primer descubridor francés de Borges, que "dans le coeur d'un homme il n'y a de la place que pour un seul roman". Sobre Larbaud y Borges es muy interesante la traducción del artículo que el primero escribió acerca de Inquisiciones, en 1925, y que nos ofrece el profesor Gómez Montoya, de la Universidad de Antioquía.Por cierto que Borges era de la misma opinión, y lo dijo y repitió de maneras variadas: el escritor tiene dos o tres hallazgos u obsesiones que modela de distintas formas a lo largo de su vida.
El Gatopardo gira en torno a una sentencia o hallazgo que se nos ofrece repetido de dos o tres maneras: "si vogliamo que tutto rimanga com´é, bisogna que tutto cambi". Sabiduría mediterránea, griega, romana, clásica, defensora del aprendiz que aprende copiando al maestro y del rigor del canon o fusta con que lo doma, y de la adaptación pero con capacidad de avance, del saber que para permanecer hay que dejar sitio al joven que viene a encastar y a desbravarse en la eterna rueda de la mezcla de sangres y orígenes.
Es esta una sabiduría contraria, como dice Rafael Sánchez Ferlosio en "Non Olet" a esa vulgaridad salvacionista de lo personal que profesa un Don Sem Tov de León: "si yo no puedo cambiar la realidad; sea yo como ella".
Por último, anotar que la novela engaña. Pues no es una novela de la decadencia, que es como en apariencia se nos presenta. Y describe. El Gatopardo es una presentación y preparación para la muerte, una oración desde el Huerto de Getsemaní y al tiempo una lección de estoicismo a lo Marco Aurelio, que es tal vez su secreto numen, pues cuando llegamos al final del libro tenemos muy claro que es Lampedusa quien a través del Príncipe de Salinas de despide de nosotros, cumpliendo con los deberes que la vida le ha asignado.

viernes, 7 de octubre de 2011

El sentido del peligro. Borges. Paz.

Que el sentido del peligro determina y que se justifica en sí mismo es algo obvio, poderoso, inmediato, aprehensible y en apariencia injustificable. Y por ello a los soldados, a los conquistadores, a los mercaderes y a los mártires y profetas de cualquier época, religión o patria, no les ha importado caer en la lucha. Y tal vez, sospecho, la misma sospecha que atenazaba a Borges, que no sólo sea cuestión de voluntad sino deseo de rozar un único e íntimo misterio que en ocasiones la realidad nos muestra de soslayo y que los espíritus sedentarios, por oposición a estos, no podemos comprender. 
Esos otros, los primeros, aspiran por la vía rápida y tumbativa a dejar sus nombres y sus vibrantes desvaríos en las páginas de la historia, para bien o para mal, tantas veces. Ahora bien, que este sentido del peligro engrandezca y haga más humana, más libre, nuestra condición, es algo que me permito dudar. Aunque incluso en la intención del actor heroico se encuentre este enunciado, este pathos que arrastre y confunda a su espíritu. ¿Es poder o es misterio lo que buscan estas famosas hazañas? Hay algo de trivial en la búsqueda de la muerte en el campo de batalla, algo que huele a gimnasio, a taberna, y a orín; como una bravuconada pintada en esos grandes espejos donde los machos se observan de soslayo mientras ejercitan y exhiben, a modo de babuino, una personalidad de trampantojo. Una renuncia a todo lo otro que es la vida.
Yo prefiero jugarme la vida en una palabra, parafraseando a mi querido maestro Octavio Paz, que tan huérfanos nos ha dejado, ya desde hace años. Para Paz, "el decir poético no es un querer decir sino un decir irrevocable"..., pues "el lenguaje no es una convención sino una dimensión inseparable del hombre. Por eso toda aventura verbal posee un carácter total: el hombre entero se juega la vida en una palabra".
¿Exageraba?, ¿le faltaba una dimensión ética o adjetivo de contenido no formal? No, yo creo que no, y nos entendemos si en esa palabra cabe ese suceso total que es el ser humano volcado hacia su completud.

lunes, 3 de octubre de 2011

My Brother´s Keeper. James Joyce.

Ahora que estamos con la idea de la vocación literaria, releo y reviso al azar el libro que Stanislaus Joyce dedicó a su hermano James, y cuya traducción al castellano tuve la suerte de promocionar en mi época de corresponsal o representante de la Editorial Adriana Hidalgo en España. El título para la versión española fue mal elegido. "My Brother´s Keeper", El guardián de mi hermano, tiene una contundencia que no tiene "Mi hermano James Joyce", que supongo que buscaba ser más evidente, o más comercial, a costa de ser menos literario. Sea como fuere, el libro está escrito sin pretensiones de gran literatura y eso le brinda valor a esa Quest for Joyce. Y nos ofrece un escritor sin todas esas muletilllas que consiguen hacer su textos más oscuros y que sólo sirven para alimentar el ego crónico y maniático de los críticos académicos.
Por una parte, asistimos al nacimiento del escritor a la vida propia, y al tiempo al derrumbe de la vida familiar, la del origen. Y aunque Stanislaus se empeña en destrozar y condenar al borracho de su padre, hay algo en la caída de este, en su decadencia ilimitada y alcohólica, que fue trasmitido a James. Un tara jánica, un cierto tipo de elegante desprendimiento de todo lo humano sin el cual este tipo de escritor tal vez no hubiera sido posible. De ahí el amor por su padre, por su patria, Irlanda, y por el catolicismo que hizo de Joyce un descreído ritualista con un cierto sentido en el mundo. Todo ello, por supuesto, una vez rechazado, una vez digerido como persona adulta, fue, a su debido tiempo, trasladado a su verdadera, nueva y única religión sustitutiva, la literatura. Dice Stanislaus: "cuando estaba en juego la literatura, no toleraba interferencias en su trabajo, y así se tratara de la guerra europea o mundial, la consideraba una inadmisible incomodidad".
Queda claro que JJ no era pretencioso en esto, sino sincero. Un escritor que odiaba lo falso y lo convencional. Sigue Stanislaus: "mi hermano tuvo además la ventaja adicional de ser un desgraciado en un país desgraciado. La infelicidad fue como un vicio que lo forzaba a valerse de la experiencia directa o a refugiarse en los sueños. No era posible ningún compromiso consolador". Stanislaus lo compara con esas elegantes discusiones de los escritores ingleses de la época, adormecidos por el ambiente de la sociedad confortable, y que incluso cuando discuten de problemas trascendentes lo hacen con ese aire de quien podría estar jugando al golf. "Sus conversaciones brillantes" -sigue Stanislaus- "dan la impresión de una académica discusión de sobremesa. Pero como en Irlanda falta hasta la cena, las discusiones, en consecuencia, adquieren un tono diferente. El problema del diario sustento no puede dejarse de lado. Para mi hermano, la vida no fue un interesante tema de discusión, fue una pasión". 
Sí, El guardián de mi hermano nos muestra que para JJ la enseñanza de la soledad, de la pobreza, del aislamiento, fueron en su caso su madre coraje, la prueba de fuego que forjó la vocación del verdadero artista.
Claro que a nadie, para ser escritor, le es exigible este tipo de heroicidad literaria llevada a la vida avant la lettre pues ello es, a modo de virtud supererogatoria, patrimonio de los héroes y de los aventureros de verdad, salvo que uno quiera ser un Joyce, un Conrad o un Lowry.  Indomable estirpe que no está al alcance de todos...

domingo, 25 de septiembre de 2011

Contracorriente. Gil-Albert. Castaneda.

Alguna palabra más acerca del tema de la vocación, o de la posibilidad de elección propia. Y ojo que no deseo parecer en esto un iluminado o fundamentalista de una intuición que siempre es interpretable, como el oráculo aquel de Delfos que siempre hablaba en clave, con ambigüedad. O tal vez sea un mito personal. O parte de un tipo de formación que ya no se da. Me resisto a creerlo. Y la crisis que vivimos es también una oportunidad para echar el freno, para decrecer, para ralentizar y para centrarnos en otras agendas que no tienen que ver con la espiral de gasto, consumo y depredación de los recursos naturales. Por lo demás, si ya ni el éxito garantizan cuando entregan la cadena, que nos dejen al menos ser libres. 
En todo caso, la llama de la libertad vacila siempre, pues sopla sobre ella la eterna duda.Por eso mismo, al final de la idea de providencia o destino, personal o colectivo, anida el infierno de la Solución Final, con Juicio o sin él, lo invoque Hitler o Savonarola. Esa es la razón de estado que sostiene a los imperios. En cuanto a nosotros, frente a todo ello, o al margen de todo ello, está eso que dice Carlos Castaneda que decía el indio yaqui Don Juan: "Cualquier cosa es un camino entre cantidades de caminos. Por eso debes tener siempre presente que un camino es sólo un camino; si sientes que no deberías seguirlo, no debes seguir en él bajo ninguna condición". Y de eso mismo se trata: no hay un camino. Simplemente caminos.
Y en todo caso, la vida, y la elección vital así tomada, es un camino de solitarios que tal vez con suerte nos una a otros solitarios, con los que haremos piña. Me recuerda aquello que decía Juan Gil-Albert, en un libro maravilloso, tal vez su mejor pieza, y que se titula Los días están contados. Decía allí: "Nuestra época no conoce la firmeza sino la brutalidad", y luego, más adelante, "vindicar el hombre sólo, el poco, que se opone a lo multitudinario, a la insistencia machacona que impone un anónimo de cabezas parlantes y corazones manufacturados: psudointeligencia adocenada de nuestra civilización febril: fabril... Ayúdame a vivir contracorriente". Sí, querer elegir es tal vez ir contracorriente. Buscar la vocación de uno o seguir la intuición propia es ir contracorriente. Una osadía, una temeridad, que no sabemos adónde nos lleva. Un sueño, que probablemente no alcancemos.

sábado, 17 de septiembre de 2011

La barbarie del especialismo. García Morente. Kant.

La barbarie del especialismo, llamaba el filósofo español Manuel García Morente (1886-1942), a ese fenómeno que había conducido a una formidable acumulación de conocimiento científico de mil y una disciplinas, aumentando el saber total de la humanidad, y en igual proporción acreciendo la ignorancia particular de cada hombre. Lo decía en su Discurso Inaugural dirigido a la Asociación Española para el Progreso de las Ciencias, pronunciado en Madrid en 1931. Ese discurso lleva por título La vocación de nuestro tiempo para la filosofia, y en él se felicita por la importancia que la filosofía está adquiriendo en España, gracias a los nuevos acólitos que se incorporaban entonces a este gaysaber, como tal vez diría Nietzsche.
García Morente me trae muy buenos recuerdos pues suyas son las estupendas y clarísimas traducciones de Manuel Kant que yo leí y estudié, y en particular recuerdo la que hizo de la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, que también pude leer en inglés, en la traducción de H. J. Paton. Ambas traducciones, en el decir erudito, establecen el canon kantiano en castellano y en inglés de ese libro, cuya  duradera influencia no se compadece con su brevedad.
Este Catedrático de Ética recorrió él sólo lo mejor de la filosofia europea de la primera mitad del siglo XX, sobre todo como traductor de Husserl, Spengler y otros pensadores europeos., sobre todo franceses. Toda su trayectoria estuvo vinculada a la Institución Libre de Enseñanza, a la Universidad Central y a la Revista de Occidente para terminar  en una conversión tumbativa que lo llevó al sacerdocio, al final de su vida, en 1940, ya viudo, y tras haber sido expulsado del Madrid revolucionario de 1936, injustamente acusado de  colaboración con el bando nacionalista.
Los mentados buenos recuerdos tienen que ver con ese periodo mágico de mediados de los noventa, cuando abandoné el mundo del trabajo y la cantidad para concentrarme en mi tesis doctoral en filosofía. Tras casi seis años en EE.UU., sacrificando en el altar del becerro de oro  y convertido a la causa del  V Centenario y del indigenismo, decidí plantar todo aquello, renunciar a un buena soldada, y volver a sentir el peso de la llamada  el conocimiento, o al menos de aquello que uno desea con todo fervor. No quiero decir con ello que mi vuelta fuera tan pura y ensimismada como venal mi ida. En absoluto. pero sí es cierto que este tipo de retiradas han sido una constante en mi vida, y si no las practico más menudo es por ese sentido del deber libremente asumido, para referirme al citado Kant, y que me obliga a seguir cumpliendo con lo que los demás esperan de mí, sobre todo lo que esperan aquellos para los que yo soy más decisivo, o eso creo. De todas maneras, al final de su vida, García Morente, en su deriva tradicionalista-nacionalista, terminó abrigando ese ideal de Hispanidad rancio que muchos  años después tendríamos nosotros que aggiornar  durante la época de la Gran Revisión de 1992. 
También he pensado en esto del sentido de vocación al que alude el profesor Morente, porque en los últimos tiempos, a costa de la crisis dichosa que parece que va a hundir  a España y a toda Europa,  surge entre los amigos más jóvenes de la Compañía Alada del Camino, y entre mis hijas, la idea esa o preocupación de qué estudiar, y de si hay que optar por el llamado interés económico o por aquello que uno ama u desea vocacionalmente.
Mi opinión es clara, y va en el sentido de lo sugerido por García Morente. En primer lugar, la decisión basada en el cálculo frío de oportunidades no es nunca una garantía  de éxito a largo plazo, y lo sucedido hoy en día con los arquitectos o con los que han estudiando administración de empresas, que sobran a mares, o ayer, por pensar en los ochenta, con los médicos o los abogados, es ejemplo suficiente. Pero mi punto va más allá de todo esto. Tenemos una sola vida, y el objetivo más importante de esta es alcanzar alguna montesca cota de felicidad y de auto-realización. Y para ello, uno, si puede, debe tratar de estudiar o de vivir de lo que más ama y siente como propio. Y por lo demás, si uno es bueno en ello, y será bueno porque precisamente lo ama, aunque sea la ciencia o el saber más alejado del more economicus, al final de ese camino, los resultados se harán evidentes, en un sentido u otro, que es precisamente lo que importa. Y poder hacer esto es desde luego un enorme privilegio, un ejercicio de libertad.
La palabras de García Morente, pronunciadas en 1931, eran entonces tan necesarias como  tal vez lo sean hoy, que estamos en el escenario de otra gran crisis. Tras la hecatombe devastadora, moral, de la Primera Gran Guerra que se llevó por delante imperios y fronteras y que arrastró al matadero a millones de personas, vino la otra crisis del 29, que sumió a Europa en  la desesperación. Aquella primera guerra sanguinaria, cuyo eco terrible palpaba  yo hace poco en la lectura de La Gaviota, de Sandor Márai, publicada en 1943, trajo también, como consecuencia y a modo de tabla de salvación, un ideal de autenticidad y de síntesis que a veces acabó en simpleza, a fuerza de querer ser puro y salvífico.
La llamada de Morente nos compele a acometer los fenómenos fundamentales, huyendo de lo particular en exceso, del extremo positivista y especializado. Así, la vocación se ha de poner al servicio de una causa más general y noble, pues, en definitiva, por ahí asoma el ideal ilustrado, el ideal ético de concordia y de vida plena, feliz. Un ideal de deber y de ejercicio de la libertad al servicio de los demás, de concentración en los temas fundamentales de nuestro tiempo, por parafrasear a su amigo Ortega, no porque uno crea en algo trascendental, pues al cabo somos hijos ilustrados, pero crecidos en un mundo fragmentado, posmoderno, sino porque uno, si lo queremos ver "en oriental", está aquí para hacer que el dolor, la ansiedad y el miedo que produce el mundo disminuya..., o eso quiero yo de nuevo pensar o creer. Por eso, en estos tiempos en  los que parece que los Cuatro Jinetes campean a sus anchas, se hace preciso mantener bien el tipo y componer una bella figura, como dicen los italianos. Y no lo digo en un sentido superficial...

sábado, 9 de abril de 2011

La vejez y la muerte, Koestler, Levi, Zweig.

Las muertes de los escritores Arthur Koestler, Primo Levi y Stephan Zweig están sin duda íntimamente concatenadas en una extraña serie que tal vez fue relevante en el suceso de esas propias muertes, tanto como la vida que les tocó en suerte. Es una manera de decirlo. La vejez como antesala de la muerte de uno mismo es sin duda y siempre un fin de raza. Para quien muere, la muerte misma es el fin del mundo. Y desde luego el muerto no puede tener consciencia de que el mundo sigue sin él. Para él, la muerte es un tsunami que se lo lleva todo. Sin embargo, en esa antesala o sala de espera donde se aguarda lo inevitable, el consuelo de quien espera ya sólo que le den el paseíllo consiste en creer, con vanidad o sin ella, que será recordado por sus amigos y deudos. Su esperanza consiste precisamente en que la vida ha de seguir, tal y como él la ha dejado. En el caso del escritor, deposita su vida de ultratumba y su memoria en las manos de sus lectores, en el caso de que los tenga. Seré recordado, tal vez, se dice.
Koestler, Levi y Zweig se enfrentaron a este trago con la consciencia de pensar que su muerte era el último paso hacia el olvido total, y que con ellos no sólo se iban ellos mismos sino también su mundo y lo que representaba. Su fin de raza era el fin del mundo o en todo caso el comienzo de uno que tal vez no les interesaba en absoluto. Los tres combatieron el mundo del totalitarismo de cualquier signo, pero muy en particular se enfrentaron al nazismo y al racismo alemán de los años treinta y cuarenta. Los tres fueron perseguidos a causa de un judaísmo de origen, remoto o mezclado, y apenas sentido, en cuanto que ellos, en su legítimo derecho no se sentían judíos, y tampoco, por supuesto, practicantes de esa u otra religión.
Otro tanto le sucedía a Joseph Roth, que congregó en su entierro, en París, en 1939, en vísperas de la guerra, a predicadores de todas las religiones e increencias. Esa muerte prematura le evitó la desgracia de ver cómo Francia, entregada interiormente a la sinrazón del nacionalismo parafascista, capitularía un año después sin apenas resistencia.
Yo mismo comprendo ese no aceptar ser asignado en un lote, como una mercancía que otros pueden así mejor tasar. No soy católico ni practicante de ninguna secta religiosa. En rigor, y desde esa terminología, soy ateo. Por lo demás venero a la Diosa Blanca tal y como la retrata Robert Graves y admiro el mensaje de los grandes filósofos y reformadores sociales de antaño, Gautama y Mahavira, Pitágoras y Sócrates, Jesús de Nazaret y Orígenes, Juan Luis Vives, Bacon y Spinoza, Montaigne, Kant, Voltaire y Jefferson, Thoreau y Emerson, Dewey y Ortega, Foucault y Berlin. Y por último, Rorty. Nací en Guatemala, hijo de un vasco republicano y socialista y de una madre panameña y declamadora. Me crié en España y luego viajé todo lo que pude. ¿Cómo no sentirme un "cosmopolita desarraigado"?, en el decir de Koestler.
Volviendo a estos tres escritores perseguidos. Fueron capaces de huir del nazismo, alcanzaron el reconocimento en vida, en distintos momentos. Pero ante la cercanía de la muerte, y conscientes de la derrota segura y de la decadencia inmediata de su mundo, prefirieron adelantar el trago de la desesperanza, como Sócrates, en este caso desinteresados del todo de un mundo que con ellos, con su propia muerte, daban por concluido. No hace falta decir que se equivocaron de medio a medio. Por eso están aquí, vivitos y coleando, en nuestra precaria eternidad...

lunes, 4 de abril de 2011

El gallo de Asclepio y la metáfora. Nietzsche.

Es cierto que, según nos dice Federico Nietzsche, "para el poeta auténtico la metáfora no es una figura retórica, sino una imagen sucedánea que realmente flota ante él, en lugar de un concepto". Parafraseando a Ortega, diríamos que en la metáfora, se está: la metáfora no se dice, se padece. En todo caso, este flotar no puede confundirse con toda la realidad, sino sólo con parte, con aquella parte que Jorge Santayana confiaba a la potencia nutricia de la imaginación.
De ahí la exageración niestzscheana, la difuminación de los espacios de conocimiento y de relaciones de convivencia que llevará al alemán a, en sus palabras de nuevo, "ver la ciencia con la óptica del artista pues ahora será el arte y no la moral la actividad metafísica del hombre". Para este, "sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo: ahí reside el fondo de esa exageración que a tantos ha confundido y llevado a extremos intolerables de relación con uno mismo y con los demás.
Nietzsche conocía perfectamente la sociedad griega clásica pero tras su primer descubrimiento de esa polaridad de tensiones que describió en El origen de la tragedia, su deriva personal lo llevó a querer ver, en exclusiva, lo exagerado, lo instintivo, como parte fundamental de la triunfante hybris humana. Esta visión singular se hizo arrinconando esa otra gran conquista griega que tiene que ver con lo contenido, lo correlacionado, lo medido. Como todo solitario y por lo demás desarraigado de la vida social, Nietzsche prefiere la locura marginal de Dionisos frente al esplendor certero de Apolo. Tal vez por eso era consciente de que, al sacrificar la búsqueda de la verdad y cualquier relación de esta con la ética o con la vida social, "los filósofos del futuro solo podrían ser descritos, acertada o equivocadamente, como  ensayistas", seres parciales del todo opinativos, orfebres de la retórica.
Sócrates, con independencia de la famosa oscuridad de sus últimas palabras, ese gallo que hay que sacrificar a Asclepio, prefiere no huir a los bosques, fuera de la ciudad, como un cimarrón. Acepta de este modo una condena que sabe injusta pero que está dentro de los límites morales de la ciudad. Ahí también hay un mensaje que no es sólo servil o derrotista. Un mensaje que el escritor o el intelectual de hoy sigue recibiendo.

domingo, 27 de marzo de 2011

Las aguas leteas (II). Platón, Píndaro, Cernuda, Borges.

¿Escribimos porque pensamos que la literatura es un antídoto de eternidad contra el olvido? Es el sueño humano, demasiado humano de Nietzsche. Escribimos para conjurar esa maldición, para que esa piedra sepultada entre ortigas de la que nos habla Cernuda siga siendo memoria, para que el sueño de una sombra que evoca Píndaro dibuje su silueta sobre el lienzo de esa muralla larga que vamos recorriendo, que es la vida, sin cesar, hasta que un día nos quedamos sobre ella dibujados, convertidos en jeroglifo, (hieros-glifos) escritura sagrada o palabra divina hecha por nosotros para ver pasar a los demás.
El olvido, o el infierno, sería así como un largo pasillo entre murallas pobladas de ojos petrificados, uno de esos laberintos amargos que construyó Bruce Nauman.  El cielo, en cambio, sería ese mismo laberinto de pasillos, pero adentro de la muralla, allí donde nos espera la inmensa biblioteca imaginada por Jorge Luis Borges, allí donde los dioses están dibujados por nosotros a nuestra imagen y semejanza, como clavos de memoria sujetando el armazón del tiempo.
Platón nos describe de este modo el trance final que estamos indagando: “en el momento en que todas las almas hubieron pasado, se trasladaron a la llanura del leteo, allí donde habita el olvido. Experimentaron entonces un calor insoportable, puesto que en este llano no hay ni plantas ni árboles. Al llegar la tarde,  las almas se apostaron para pasar la noche junto al río Ameles, donde habita el descuido y la precariedad, y cuya agua no puede ser contenida en ninguna vasija”.
Ninguna sed puede ser socorrida en ese río inclemente que nos describe el filósofo-poeta. Morir, olvidarse de uno mismo, equivale a desecarse, a amojamarse en ese desierto sin memoria, junto a un río en cuyas aguas nuestras manos resbalan, inútilmente tratando de amarrar los nombres de las cosas, nuestro pasado ya disuelto en polvo por la llanura hirviente, extinguida la gloria efímera  de la posesión del cuerpo.

Dice Luis Cernuda, extramuros:

“Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo solo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.”

Dice Píndaro, extramuros:

“En un instante
se acrece el deleite de los mortales,
en un instante también se viene al suelo,
derribado por una sentencia inflexible.
Seres efímeros: ¿qué es cada uno de nosotros,
qué no es? Sueño de una sombra
es el hombre.”

Dice Borges, intramuros:

“La Biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza”.

martes, 8 de marzo de 2011

Las aguas leteas (I). Gil de Biedma.

Poeta y joven: todo casa; o casaba. Tal vez por eso los poetas nos buscamos. Y lo hacemos incluso a partir de un cierto momento, cuando ya comprendemos “que la vida iba en serio” y que el argumento desagradable de la obra se ha cumplido contra uno mismo, por acordarnos de esos adelantados Poemas Póstumos de Jaime Gil de Biedma. Y tal vez para no perderse del todo escuchando la voz propia, con sus acentos, desde el aislamiento más íntimo, nos obligamos de vez en cuando a acudir al encuentro con poetas mayores, para confirmar en ellos nuestra propia locura, esa que le hacía preguntarse al poeta, al final de su vida: ¿por qué escribí?
El ejercicio de la poesía, al cabo, no es profesión, excepto para algunos expertos en premios y asiduos visitantes de bodeguillas y covachuelas administrativas del Estado donde se reparten influencias, prebendas y sinecuras. Para el resto de los mortales, la poesía es un misterio, y resulta por ello completamente natural que los poetas busquen de vez en cuando la validación de sus peregrinas intuiciones en la compañía de quienes les han precedido en experiencia. Aquí no se puede acudir a gremio blasonado de estatutos. Y aquel que ha decidido ser poeta sabe que está sólo con su misterio y que debe prepararse para llevar adelante su decisión. Más le vale entender esto pronto. Pues aprender a ser un encajador, como decía en epílogo famoso nuestro poeta catalán citado, es tarea de toda una vida.
Por último, la poesía es sobre todo un viaje interior, incluso un viaje en donde lo externo al poeta es reconducido por este hacia sus propias aguas, consonado el mundo en sus propias aguas leteas. Tal vez para subrayar ese rasgo la antigüedad nos legó el mito de importantes poetas ciegos. Homero lo era. Y también Tiresias, a quien Zeus Crónida concedió el don de la adivinación para compensarle de la ceguera que le había causado la destemplada y vengativa Hera, y todo por la fruslería de haber dictaminado este que los hombres gozaban más que las mujeres a la hora de ayuntarse.

sábado, 26 de febrero de 2011

La desesperante esperanza. Bergamín. Homero.

Los sueños, las utopías y el pensamiento de la esperanza no parecen estar de moda en estos tiempos. No hemos hechos tan acomodaticios al principio de realidad que este ejercicio de realismo extremo nos ha convertido en marmotas, en habitantes de sofás. Si nada puede hacerse, lo mejor que podemos hacer es escoger una buena butaca del salón y desde allí sentarnos a contemplar cómo pasa el mundo..., a través de la pantalla de plasma del ordenador. Plasmados nos vamos a quedar, como hojas de papel en blanco, mientras la gente en las calles de Argel, Tánger o El Cairo reclaman un techo libre bajo el sol, o un metro cuadrado de sabre de aquella famosa Arabia feliz.
En los años treinta y cuarenta del siglo XX, sin embargo, la virtud de la esperanza fue casi el único resorte moral que quedó disponible para quienes aún se atrevieron a rebelarse contra la barbarie. Con la esperanza, liberada entre nosotros por primera vez de su carga redentorista cristiana, teleológica, se impulsaba o anidaba una suerte de deber o andamiaje con el que seguir resistiendo, ciegamente, aunque no hubiera ningún signo visible que pudiese alimentarlo o sostenerlo. De esta descompensación nacieron numerosos actos memorables que hoy nos siguen conmoviendo, cuando ecos de este espíritu lo vemos recorrer hoy la Cirenenaica.
Esta resistencia un poco ciega es también la resistencia del escritor y del artista con la que hasta el final de su vida no renuncia a su condición de tal, confrontado las más de las veces, lo sabemos bien, con la incomprensión, o con el silencio, antesala del olvido.
Albert Camus retrató este espíritu de resistencia en su reinterpretación del mito de Sísifo, condenado por los dioses a subir eternamente una enorme piedra hasta la cumbre, que inmediatamente se desplomaba al fondo del valle. Y sin embargo, Camus quería ver en ese gesto un secreto atisbo de venganza, y, en definitiva, de resistencia. Se trataba de resistir, en efecto, desde la ceguera. Pues mientras hubiera espacio para un pensamiento libre habría también espacio para la propia esperanza.
Es este un difícil cometido. Nos cuenta Virgilio en la Eneida, de la mano de la Sibila, que allí en la “profunda hondura” del Tártaro están arrojados todos los jóvenes titanes y quienes se rebelaron contra la voluntad de los dioses, ya sin esperanza. ¿Podría haberla, para quien está condenado hasta el fin de los tiempos a ese castigo?
Según Homero, en el Canto Undécimo de la Odisea, Ulises, durante una de sus correrías mediterráneas buscando el camino de Ítaca,  y siguiendo las indicaciones de Circe de visitar el temible Hades para recabar consejo del adivino Tiresias, se encuentra allá con su compañero de armas, el difunto Aquiles, y como quiera que aquel lo elogia por sus hechos de guerra y por el buen nombre que ha dejado entre los mortales, se encuentra con esta respuesta:
“No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Odiseo,
preferiría ser en la tierra un labriego al servicio de otro,
de un hombre indigente y sin recursos para mantenerse,
que reinar sobre todas las sombras de los muertos”.
Así, pues, la clave de esta resistencia heroica incluso más allá de la muerte estaría en la conciencia. Mientras esta no se hubiera difuminado en lo innominado, allí estaría en germen la libertad futura. Pero eso exige la creencia en la supremacía de la conciencia individual sobre la muerte. ¿Es ese el sentido casi redentor que anida en la interpretación de Camus? Nosotros nos estamos preparados para responder de ello.
En todo caso, el Principio Esperanza, así llamado por Ernesto Bloch y así rastreado en famoso tratado desde los confines de los tiempos hasta nuestros días, ha sido en los tiempos difíciles el único asidero de quien se ha visto abrumado por la desolación de la enfermedad, del fracaso, del abandono o de la muerte de los seres queridos.
José Bergamín, nuestro pensador más contradictorio desde Quevedo, relacionó por esta misma época dos libros de André Malraux, La condición humana y La esperanza, que hallarían “entre sí en confirmación recíproca de sus propios contenidos reales, convergiendo en una sola frase que sería la de la «condición humana de la esperanza», como si en sus dos contenidos correspondientes, al reunirlos en esa frase sola, se nos dijese con afirmación interrogante cuáles eran esa «condición humana» y esa «esperanza». Entonces creo también haber pensado y escrito que en la obra, y tal vez la vida de André Malraux, esta condición humana de la esperanza parecería ser la desesperación. La condición humana de la esperanza es la desesperación. Una desesperación desesperante, pero no desesperanzadora”. 
¿Sería esta desesperación desesperante pero no del todo desesperanzada lo que le permitía a Sísifo seguir sufriendo su derrota? ¿O a aquellos españoles de Mauthausen bajar todos los días a la cantera, seis veces, para subir en invierno y en verano aquellas pesadas piedras con las que habían sido encadenados a un destino de bestiales cebras en vida? Es muy cierto que en nombre del pensamiento llamado utópico e idealista se han también cometido barbaridades sin cuento. Pero también lo es que los actos generosos y desusados de muchos y anónimos héroes no se pueden entender si no hacemos referencia a estos sueños. Pensemos en este Magreb, que por fin despierta. Pensemos hoy en las policías pretorianas de quienes se refugian bajo el poder de estos soldados de soldada, que no de honor, y pensemos de nuevo en los obispos, ministriles y predicadores de cualquier signo o secta. Pensemos en los administradores del miedo y de la inseguridad que ellos, con sus acciones, provocan.
Nunca desaparecerán, ni en el más perfecto de nuestros sueños. Pero a veces, como en duermevela, luego de un instante dichoso, acariciamos la desesperante esperanza de que un día tal vez no sean necesarios. Esa es mi utopía.

jueves, 24 de febrero de 2011

Las seguridades aparentes. Sebald, Coetzee.

W. G. Sebald y J. M. Coetzee son dos encuentros con la literatura que amo, con esa literatura transformadora del mundo y de uno mismo al tiempo, allí donde la lectura puede ser un escollo para seguir viviendo igual que antes, o una tabla de salvación. Sebald: alemán no alemán transportado a Inglaterra. Coetzee, bóer sudafricano transformado en errante superviviente de un mundo prendido de la culpa; la culpa de un colonialismo y de un pasado que cada uno lleva como puede. Vértigo, del alemán y Esperando a los bárbaros, del bóer, son libros hermanos, libros que nos obligan a plantearnos la linde de este mundo de seguridades aparentes y comodidades occidentales que, en cualquier momento, comienzan a desdibujarse, a decirnos muy poco. Mi compañero de algunas rutas y admirado Fernando Savater seguro que diría, «ya, déjame a mí con esas seguridades aparentes y esas comodidades, que es justo lo que otros desean..., y anhelan».
En todo caso, son estos dos libros incómodos, inquietantes, turbios, desencantados, libros que nos hablan de un fin, de una maldición, como aquel Spell de H. Broch. Sus protagonistas son capaces de sobrellevar la humillación y el descrédito personal, el derrumbe, casi sin ira, con una percepción del dolor profunda, pero al tiempo no exenta de curiosidad; no quieren una solución, ni una salida, porque son del todo avariciosos del periplo de su propio hundimiento, y aún así en este hundimiento hay vida, vida más allá de la vida.

Estamos ante una resignación que parece una metáfora religiosa si no fuera porque tanto Sebald como Coetzee parecen situarse más allá de todo lo divino. Pienso en ellos y me viene a las mientes un dictum inapelable de don Francisco de Quevedo que me ha acompañado muchos años, como una premonición: «Muchas veces se suelen perder los hombres por el mismo camino que pensaban remediarse».

lunes, 21 de febrero de 2011

Una "clase" de honestidad. Semprún, Malraux, Levi.

Jorge Semprún es el reflejo en el espejo de André Malraux para España, tanto en lo literario como en lo político, y en ese modelo de escritor mitad aventurero mitad conspirador al estilo de ese Eugenio de Avinareta que nos retratase el pariente de este, Pío Baroja. Hubo muchos que le van a la zaga a estos revolucionarios y y agitadores que produjo el siglo XX por millares, sobre todo en su primera parte, la heróica, la trascendentalista. Y por ambos profeso rendida admiración. Con todo, hay algo en el contar de Semprún que no termina de cerrar del todo: tiene que ver con la posición, con el lugar desde donde uno escribe. Puede que en todo caso haya un exceso de evidencia que pudiera resultar innecesaria. Una falta de naturalidad.
Sea como fuere, "La escritura o la vida" (1994), emparentada con "La tregua" (1962) de Primo Levi, es un extraordinario ejemplo de cómo la literatura puede hacernos superar la barbarie. Su metáfora más importante, poética en un gran lector de poesía, es aquella que nos dice que Jorge Semprún habría vivido tan cerca de la muerte, entre la muerte, al borde mismo de la muerte, en el Lager de Buchenbald, que a partir de ese momento su vida sólo se podría dar o contemplar sub specie aeternitatis, como quería Spinoza, esto es, fuera del tiempo, en el sentido de que cada día de vida le alejaba de la muerte, que ya le tuvo en su mano y le rondó en aquel execrable campo de concentración alemán fundado tan cerca de la ilustre Weimar, tal vez para deshonrar así la ciudad de Goethe y la Bauhaus. Es una idea notable esta de alejarse de la muerte cada año que pasa, y percepción bien opuesta de la que tiene precisamente el común de los mortales.
Los libros de Primo Levi y de Jorge Semprún están emparentados, relacionados, por misteriosos caminos literarios. Tenemos más o menos claro que el ejemplo de Levi es el que lleva a Semprún a volver a escribir y a reflexionar sobre su experiencia en los campos de exterminio. Pero para Jorge Semprún volver a la literatura es volver a la libertad, alejarse del dogmatismo leninista y contemplar la vida con nuevos ojos, renacer, por segunda, por tercera vez. Él mismo se pregunta cómo es posible que su mente estuviera más de quince años aprisionada en tan terrible corsé, o secta.
Pero este es un misterio que afecta por igual a otros muchos, cautivos de religiones y creencias totalitarias. La lectura combinada de estos dos libros es el mejor ejercicio de honestidad de escritor, y por tanto, una escuela de aprendizaje para cualquiera que quiera dedicarse a este oficio. Una clase de honestidad que me recuerda la de Malcolm Lowry, cuya vida concreta se malogró en un deseo desordenado de pureza.

domingo, 13 de febrero de 2011

Lo que dejamos en los libros. Bruno Schulz

Regresar, volver, retornar, desandar. La obligación de pertenencia que uno siente nos sitúa ante la paradoja de emplear cada tanto estos verbos, como quien se pone una vieja chaqueta que las nuevas modas han convertido en ademán excéntrico. En ese mismo armario, o al abrir las cajas arrumbadas en el trastero de la enésima mudanza, aparecen los signos y las evidencias de todo nuestro tiempo en el mundo. Porque en cada uno de nosotros palpita eso, ni más ni menos, todo el tiempo del mundo. Entre cajas, luchando por salir de los cartones, aparecen las voces, lo que se dijo y lo que no se dijo, los retratos individuales de los que hoy ya no constan en el Registro de Hacienda. Seguir adelante cada día es eso, abrir y cerrar cajas para enterrar evidencias, para olvidar nombres y personas de lugares, días, por no indagar en nuestra sedicente precariedad y consciencia de que al final del trastero hay una caja que nos espera, que otros abrirán y cerrarán con parecida indulgencia sin que merezca, siquiera, unas líneas. 
Y aún con todo, hay algo raro entre esos sonidos y signos atrapados que nos conmueve. El envoltorio de certezas de la historia humana nos oculta algo. Es la sensación de que lo mejor de la peripecia vivida no esta ahí, en esos libros y documentos que por largos o por muy contundentes que sean acaban todos escamoteando los más bellos argumentos, las pasiones vividas y los sueños entrevistos.
Y sin embargo, en la clamorosa frase de Schulz, la perezosa siesta del jardín vibra en el estrépito de las moscas, está sin duda una tarde de hace ochenta años, una tarde hermosa y previa al desastre absoluto de Europa y del propio Schulz, y que sólo podemos ahora entrever, y esto que entrevemos, lo que nos queda, el instante recogido, no es sino una puerta hacia otros jardines que sólo por analogía o por traslación mnemónica visitaremos, siguiendo tal vez su estela, y si hay suerte, tocando sin saber el mismo y rápido arpegio que nos hará retomar el hilo perdido de aquella misma tarde, hacia otra frase...

martes, 8 de febrero de 2011

Extraterritorialidad del escritor. Gombrowicz, Borges, Saer, Denevi.

Sin dejar de ofrecer interesantes coincidencias posicionales, más que otra cosa evidente para el lector -la común extraterritorialidad y marginalidad respecto de la cultura occidental y europea, Borges por argentino, Gombrowicz por exiliado-, no deja de ser curioso al tiempo que loable el intento que realiza Juan José Saer en 1990 para desagraviar al polaco del trato recibido por la sociedad argentina literaria de cuarenta años atrás. Dicho intento le honra en cuanto que proclama un gusto y una admiración literaria que compartimos muchos: los suficientes para preservar la fe en unas cuantas manías que difícilmente constituyen una secta.
Claro que el esfuerzo en buscar coincidencias entre Borges y Gombrowicz, y entre este y la Argentina, llevan a mi admirado y llorado Saer hacia propuestas desafortunadas. Lo digo con verdadero cariño del devoto lector y con la camaradería bien dispuesta, fruto de una noche memorable en Madrid, noche de vino y rosas, acompañado de su mujer, Manuel Imaz y la Viuda de Onetti.
En todo caso, Saer compara a judíos y a argentinos desde el punto de vista del papel inestable que los primeros, por su condición de errabundia, desempeñan o desempeñaron en cualquier sociedad europea, -y quién sabe si hasta en la suya propia-, y los segundos respecto de su extrañamiento de Europa. Pero en cuanto a estos, a los argentinos, como he argumentado en La Venganza del Gallego, tengo para mí que su fuente de inestabilidad tal vez tenga más que ver con su posición en América. Puesto que el Paraíso perdido de Argentina no está en Europa sino en la posibilidad malgastada de lo que un día pudo ser y no fue. Es una pérdida que tiene que ver más con el tiempo que con el lugar, en el sentido freudiano de quien se ha quedado detenido en una fase de su adolescencia, como sí vio con claridad el maestro Marco Denevi.
Por lo demás, este trasunto de nacionalidades se me antoja problema incomprensible y sobre todo innecesario. Recordando aquí al propio Borges es más preciso y elocuente hablar de tradiciones en el sentido de una cultura, de un área idiomática a lo sumo, cuando queremos hacer un balance personal de pertenencias.
Yo no creo que entre Borges y Gombrowicz hubiera coincidencias decisivas ni tenía por qué haberlas. Mejor es dejar esto allí donde lo dejó Ricardo Piglia. Borges, y tal vez Bioy Casares, apunto yo, fueron los más grandes escritores argentinos del siglo XIX que escribieron en el siglo XX.  Toda una proeza. Es una exageración, sin duda, pero apunta a algo. Gombrowicz, en cambio, sólo pudo ser un escritor del siglo XX que será mejor entendido en el siglo XXI.

miércoles, 2 de febrero de 2011

El deber, y la precaria eternidad del escritor. Norbert Elias.

En su momento, comenté contigo una idea relativa al deber, al deber del escritor, que por otro lado no se debe separar mucho del concepto del deber que tiene por lo demás cualquier persona. Quiero decir con esto que al ser humano le queda y le aguarda la elección del deber, de su deber, como quizá su rasgo más humano de todos los posibles. La ética contemporánea siempre ha enfatizado esta cuestión del deber como nuestra relación con los otros pero desde nuestra propia elección. Es esta la tradición ilustrada: no hay, por así decirlo, libertad muda o hibernada, en estado de silencio, salvo tal vez en la infancia, sino que esta se manifiesta a sí misma cuando se pone en movimiento: en relación con los otros.
Y esta relación se produce a modo de oportunidad, no de obligación. Es aquí donde intervienen las reglas de la paridad, el intercambio y todo aquello que excluya el dominio y la jerarquía no elegida. Y aún con esto debemos tener mucho cuidado, pues el deber tampoco es un absoluto y por tanto se produce desde la asunción de nuestra provisionalidad en el mundo.
¿Que tiene que ver este ex-curso filosofante con el mundo del escritor? Bien, te diré que para alguien como yo, que no cree en una vida ultraterrena stricto sensu, el sentido del deber, y el deber mismo, siempre ha estado vinculado a la idea de trascendentalidad, de permanencia, de ir un poco más allá de la muerte, aunque sea en esa precaria eternidad que significa confiar en la memoria de las personas que nos conocen y nos leen, en mi caso pocas. Me he referido a esto, en otros momentos, hablando de la idea de antorcha, o también empleando el símil de la carrera de relevos. Y estos días, leyendo a Norbert Elias, encontré la misma idea, casi con idéntica formulación, fenómeno de sincronía del todo frecuente en este mundo de tantas antorchas pasadas.
Dice Elias: "Lo que resulta insoportable en nuestros días es el enfrentamiento cara a cara con la limitación de la vida individual. No logramos vernos como portadores de una antorcha que hemos de entregar al relevo, no aceptamos la cadena de entramados humanos en la que vivimos, intentamos encubrir la finitud de nuestra individualidad", (pág. 13. La soledad de los moribundos, FCE, México, 1982, 2009).
Por suerte para todos, la digitalización de los documentos y la facilidad de almacenamiento y trasmisión de los mismos ha ampliado un poco la capacidad de esa precaria eternidad, que ahora ya puede, con comodidad y poco gasto, incluir y salvar en su cielo no sólo a los best sellers sino también a los worst sellers, como es mi caso.
Y sin embargo, hacia quien fuere, incluyendo en ese quiere fuere a mí mismo, la idea del esfuerzo, del transmitir, del continuar ejerciendo mi oficio de escritor, se fundamenta sobre ese sentido superlativo del deber, que en el escritor le obliga a seguir describiendo el mundo. Y ello desde su libertad, auto-elegida. Claro que podría perfectamente callar, en un momento dado, y dejar de escribir. O escribir menos. O considerar que ya está dicho lo que debía que decir.
(Este es un problema que en todo caso tal vez afecte a los escritores que tienen un público sediento de seguir oyendo su voz, o eso creen ellos, y sobre todo un agente literario y una editorial sedientos de nuevos ingresos.  De nuevo no es mi caso, y esta es una idea que me aparta del tema).
Para terminar, otra cita de Elias, relacionada con nuestro debate: el deber del escritor, y de nuevo, el de cualquier persona, estaría también en relación con "la plenitud de sentido de sentido del individuo y su significado que, en el curso de la vida, alcanza para los demás, bien por su persona, por su comportamiento o por su trabajo" (pág. 103, op. cit.). Ese es tal vez nuestro cielo: dejar un buen recuerdo poblado de palabras y gestos que nos honren.

domingo, 16 de enero de 2011

La vida cotidiana. Proust.

Siempre me han gustado los libros de fragmentos, los libros que se han construido como la vida misma, a golpes de ingenio, tal vez porque desconfío profundamente de las articulaciones modélicas, de los sistemas, de las sistematizaciones, de eso tan alemán que son las cosmovisiones. Y es que al final la vida nos enseña que eso de la coherencia y la línea recta es una invención, una teoría, en ocasiones muy dañina, casi siempre atentatoria a la libertad. Por eso mismo me gustan los presocráticos, porque ya fuera porque eran así o ya fuera por el ejercicio del tiempo, lo cierto es que nos han llegado cargados de dudas, de aclaraciones, de oscuridades y ambigüedades que no acabamos de discernir del todo. Por eso mismo me gustan los diccionarios de palabras y de conceptos, el I Ching y las antologías de poesía: los podemos abrir por cualquier parte como si nuestra sorpresa fuera su apariencia de la verdad.  Supongo que de nuevo hay ahí algo de descrédito hacia los libros de largo aliento y al tiempo una defensa del relato, del escolio, de la sentencia. Todo ello muy hispano y muy griego: hacer pensamiento como quien talla piedras semi-preciosas y engarza joyas. Sin buscar la coherencia del sistema.
Supongo que ese es el tipo de libro que  a mí me hubiera gustado tener de adolescente, un libro del todo contradictorio y desordenado, como uno es a esa edad. Y como es lo demás la vida. Un libro para curiosear, que se pudiera abrir por cualquier página, en un momento de debilidad o de ocio. Y no sé si aspiro con estas notas a hacer algo así, casi sin darme cuenta. No es por tanto un libro para leer de corrido buscando el "fin" o la "conclusión": no las tiene, como vida. Y ahora que tenemos una cierta experiencia de las cosas somos plenamente conscientes de esta aproximación a la verdad: nada se sabe. Lo que hoy damos por seguro, mañana ya es sueño. En los últimos treinta años han caído, de nuevo, como en los viejos tiempos, inamovibles imperios y las guerras sin fin se han multiplicado en el horizonte, cuando se creía, cuando se creyó que todo eso podía ser una pesadilla del pasado.
En todo caso mi camino hacia ese libro posible pasa porque sirva de "aviso" hacia otros libros o debates puesto que, como se ve, un libro es un libro de libros, como en realidad todos lo son. Lo ideal es que este libro también se pudiera usar jugando, en compañía, en grupo. Al modo de esos juegos de mesa que proponen enigmas. Lo podríamos llamar el Juego de la Libertad. ¿Es muy pretenciosa mi propuesta? No sé, pero tal vez digo esto porque siempre he pensado que el juego es la espina dorsal de la vida y que la seriedad es el enemigo público de la imaginación y de la propia libertad, y de la propia vida. Y sin ella no nos es posible descubrir lo hermoso en lo pequeño, en lo cotidiano, y viene todo ello a cuento de lo que decía, en su mandato, nuestro amigo Marcel Proust: "Y lo sentiríamos mucho, porque la existencia apenas si tiene interés más que en esos días en que el polvo de las realidades está mezclado con un poco de arena mágica, cuando un vulgar incidente de la vida se convierte en episodio novelesco".  

domingo, 9 de enero de 2011

La histeria de los pueblos, y de las personas. Robert Musil.

Los historiadores, que son los escritores de la patrias y los pueblos y todos esos sujetos colectivos tan molestos para nosotros, los escritores y los poetas, nunca han dejado de ser y de ocupar el lugar de los antiguos cronistas, coronistas, encargados de glosar las hazañas de reyes y prelados. Son coronistas, en el sentido de que no sirven a Cronos sino a la Corona o a la Tiara. Por eso sus crónicas, sus relatos, son más exactos que los nuestros, pero menos ciertos. En todo caso, su abundancia de datos y citas no les hace ser más veraces que nuestras interpretaciones noveladas o filosofadas de lo que pasó en tal o cual periodo histórico. Las numerosas pruebas que presentan para demostrar su objetividad es la prueba de su mentira. Por esto mismo cada nación, pueblo o tribu, batalla por imponer su visión y la de sus cronistas de soldada. Un ejercicio siempre útil consistiría en estudiar la historia de un país contada por los cronistas de la nación rival. Pero eso equivaldría a desarmarse o a desarmar la histeria de las patrias.
Hannah Arendt tenía una opinión pésima de las "ciencias históricas", en el sentido de que el Estado les dictaba lo que tenían que decir y porque la "verdad" se construía como materia interpretable. Al margen de este ejercicio de manipulación evidente y que Arendt vivió de primera mano entre los años treinta y sesenta, la realidad es que cada generación cambia el criterio de lo que es relevante para cada conjunto de hechos, en cuanto a que aún estando marcados por lo inevitable, por su condición de "suceso", tal vez lo más interesante sea la posibilidad que se nos brinda de revisar cada uno de esos sucedidos, no tanto porque hayamos descubierto nuevas fuentes de documentación como que nuestros criterios a la hora de señalar lo aceptable y lo inaceptable han cambiado.
Lo que está claro es que en todo caso son más aburridas. Por eso para leer el s.XIX leemos a Clarín o a Galdós, a Zola o a Dickens, a todos los rusos, e incluso leemos a Sarmiento. Pero es raro que leamos a los historiadores del momento o a sus sucesores. Antes bien, cada cierto tiempo, los historiadores de hoy se ven obligados a rehacer las interpretaciones de sus predecesores, casi siempre con la excusa de que han aparecido nuevas fuentes... En realidad, lo sabemos, es un ejercicio de maquillaje. Cada generación que encarna el  sujeto colectivo al que se dirige el cronista de turno necesita ser reafirmada en su impostura; las vetustas columnas  que sostienen los libros de la patria han de ser apuntaladas mediante una buena dosis de colágeno, y aquello que ya no interesa, bien porque nuestro gusto se ha moderado y no soportamos la sangre o bien porque crueldad con la que se ejerció el imperio, grande o chico, ya no casa con estos tiempos igualitarios, debe ser aggiornado, para decirlo en fino y para que resulte aceptable a nuestro almibarado paladar.
Todos los intentos serios  habidos con la idea de hacer un libro de historia común para enseñanza de los escolares han fracasado. ¿Cómo habían de ponerse de acuerdo en semejante proyecto franceses y alemanes?, ¿polacos y rusos?, ¿españoles y americanos?, ¿norteamericanos y el resto?, ¿nipones y chinos? Y ¿europeos y árabes, por mencionar un conflicto abierto y agrandado merced a la herida siempre abierta de una Palestina ocupada? Como bien nos recordaba Edward Said en su ejemplar estudio acerca del Orientalismo (1978), o Amin Maalouf en Las cruzadas vistas por los árabes (1983) lo que nos encontramos son al final visiones, intepre-traiciones guerreras de construcción del otro, con objeto de deformarlo, de convertirlo en objeto, en sujeto de burla y prejuicio, con el fin último de proseguir el ejercicio de la dominación...
Lo decía Robert Musil, por boca de Ulrich, "la verdad no es, claro está, ningún cristal que se puede meter en el bolsillo, sino un líquido ilimitado en el que uno cae." Yo sospecho muy mucho que con las personas pasa algo parecido. Y es posible que el recurso al divorcio cada vez más generalizado en las sociedades abiertas  tenga que ver con el desasosiego que nos produce el paso del tiempo junto a un testigo que nos conoce demasiado, que lo sabe todo. Con la agravante de que nuestras vidas son cada vez más largas, y se hacen casi interminables.Y Borges ya nos había prevenido contra los riesgos de la eternidad y la extremosa memoria. Así, en una sola de estas tan largas vidas han cambiado tanto los gustos y los hábitos que se nos hace preciso reescribirnos, puesto que nuestro propio pasado se nos hace del todo incómodo, insoportable, inenarrable para nosotros y para los otros. Por poner un ejemplo extremo pero eficaz: imaginemos a un franquista explicando por enésima vez por qué aquello que hizo tenía un sentido..., o que en realidad ya no tenía ninguno. O a un ex-fumador, o a un ex-terrorista o a un ex-cura..., haciendo lo propio. 
Para evitar estos enojos el remedio más eficaz es cambiar, y el divorcio es uno de esos cambios radicales que nos permiten describrirnos a nuestro antojo, recontarnos, reinventarnos ante nuestra nueva pareja y ante un nuevo círculo de amigos dispuestos a poner la oreja, con frescura, a cambio de que nosotros escuchemos como nuevas sus viejas mentiras...

miércoles, 5 de enero de 2011

Sinceridad e intuición. Kandisnky.

¿Existe algo parecido a la verdad en el artista, en el escritor? Tal vez pueda existir una verdad en el escritor que tenga que ver con la sinceridad, allí donde sinceridad e intuición se funden, buscando la obra. Y aún así esta sinceridad no es real. El oficio de escritor es el oficio de mentir, y cuanto mejor se miente más grande es el arte, y mejor escritor se es. Mentir sinceramente, eso sí. Y esta sinceridad no es sino el deseo de cumplir con un mandato propio, el de la propia intuición; hacer bien las cosas, hilar fino...
Por todo ello, el peor enemigo del escritor, y lo que arruina a tantos, es la impaciencia, la codicia por llegar a la nombradía, por alcanzar la esquiva fama. Para todos hay un final, y luego nos quedan los libros. Quizá por ello Vasili Kandisnky insistía en el valor primordial de la intuición, sobre todo en los comienzos, dejándose llevar por ella, con toda sinceridad y empuje.
Así, nos decía, "lo artísticamente verdadero sólo se alcanza por la intuición..., el elemento que constituye la verdadera esencia de la creación nunca se crea ni se encuentra a través de la teoría; es la intuición quien da vida a la creación". Supongo que lo de más es ganas de hacer carrera o conspirar para entrar en alguna nomenklatura o circo del establisment...