LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

sábado, 26 de febrero de 2011

La desesperante esperanza. Bergamín. Homero.

Los sueños, las utopías y el pensamiento de la esperanza no parecen estar de moda en estos tiempos. No hemos hechos tan acomodaticios al principio de realidad que este ejercicio de realismo extremo nos ha convertido en marmotas, en habitantes de sofás. Si nada puede hacerse, lo mejor que podemos hacer es escoger una buena butaca del salón y desde allí sentarnos a contemplar cómo pasa el mundo..., a través de la pantalla de plasma del ordenador. Plasmados nos vamos a quedar, como hojas de papel en blanco, mientras la gente en las calles de Argel, Tánger o El Cairo reclaman un techo libre bajo el sol, o un metro cuadrado de sabre de aquella famosa Arabia feliz.
En los años treinta y cuarenta del siglo XX, sin embargo, la virtud de la esperanza fue casi el único resorte moral que quedó disponible para quienes aún se atrevieron a rebelarse contra la barbarie. Con la esperanza, liberada entre nosotros por primera vez de su carga redentorista cristiana, teleológica, se impulsaba o anidaba una suerte de deber o andamiaje con el que seguir resistiendo, ciegamente, aunque no hubiera ningún signo visible que pudiese alimentarlo o sostenerlo. De esta descompensación nacieron numerosos actos memorables que hoy nos siguen conmoviendo, cuando ecos de este espíritu lo vemos recorrer hoy la Cirenenaica.
Esta resistencia un poco ciega es también la resistencia del escritor y del artista con la que hasta el final de su vida no renuncia a su condición de tal, confrontado las más de las veces, lo sabemos bien, con la incomprensión, o con el silencio, antesala del olvido.
Albert Camus retrató este espíritu de resistencia en su reinterpretación del mito de Sísifo, condenado por los dioses a subir eternamente una enorme piedra hasta la cumbre, que inmediatamente se desplomaba al fondo del valle. Y sin embargo, Camus quería ver en ese gesto un secreto atisbo de venganza, y, en definitiva, de resistencia. Se trataba de resistir, en efecto, desde la ceguera. Pues mientras hubiera espacio para un pensamiento libre habría también espacio para la propia esperanza.
Es este un difícil cometido. Nos cuenta Virgilio en la Eneida, de la mano de la Sibila, que allí en la “profunda hondura” del Tártaro están arrojados todos los jóvenes titanes y quienes se rebelaron contra la voluntad de los dioses, ya sin esperanza. ¿Podría haberla, para quien está condenado hasta el fin de los tiempos a ese castigo?
Según Homero, en el Canto Undécimo de la Odisea, Ulises, durante una de sus correrías mediterráneas buscando el camino de Ítaca,  y siguiendo las indicaciones de Circe de visitar el temible Hades para recabar consejo del adivino Tiresias, se encuentra allá con su compañero de armas, el difunto Aquiles, y como quiera que aquel lo elogia por sus hechos de guerra y por el buen nombre que ha dejado entre los mortales, se encuentra con esta respuesta:
“No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Odiseo,
preferiría ser en la tierra un labriego al servicio de otro,
de un hombre indigente y sin recursos para mantenerse,
que reinar sobre todas las sombras de los muertos”.
Así, pues, la clave de esta resistencia heroica incluso más allá de la muerte estaría en la conciencia. Mientras esta no se hubiera difuminado en lo innominado, allí estaría en germen la libertad futura. Pero eso exige la creencia en la supremacía de la conciencia individual sobre la muerte. ¿Es ese el sentido casi redentor que anida en la interpretación de Camus? Nosotros nos estamos preparados para responder de ello.
En todo caso, el Principio Esperanza, así llamado por Ernesto Bloch y así rastreado en famoso tratado desde los confines de los tiempos hasta nuestros días, ha sido en los tiempos difíciles el único asidero de quien se ha visto abrumado por la desolación de la enfermedad, del fracaso, del abandono o de la muerte de los seres queridos.
José Bergamín, nuestro pensador más contradictorio desde Quevedo, relacionó por esta misma época dos libros de André Malraux, La condición humana y La esperanza, que hallarían “entre sí en confirmación recíproca de sus propios contenidos reales, convergiendo en una sola frase que sería la de la «condición humana de la esperanza», como si en sus dos contenidos correspondientes, al reunirlos en esa frase sola, se nos dijese con afirmación interrogante cuáles eran esa «condición humana» y esa «esperanza». Entonces creo también haber pensado y escrito que en la obra, y tal vez la vida de André Malraux, esta condición humana de la esperanza parecería ser la desesperación. La condición humana de la esperanza es la desesperación. Una desesperación desesperante, pero no desesperanzadora”. 
¿Sería esta desesperación desesperante pero no del todo desesperanzada lo que le permitía a Sísifo seguir sufriendo su derrota? ¿O a aquellos españoles de Mauthausen bajar todos los días a la cantera, seis veces, para subir en invierno y en verano aquellas pesadas piedras con las que habían sido encadenados a un destino de bestiales cebras en vida? Es muy cierto que en nombre del pensamiento llamado utópico e idealista se han también cometido barbaridades sin cuento. Pero también lo es que los actos generosos y desusados de muchos y anónimos héroes no se pueden entender si no hacemos referencia a estos sueños. Pensemos en este Magreb, que por fin despierta. Pensemos hoy en las policías pretorianas de quienes se refugian bajo el poder de estos soldados de soldada, que no de honor, y pensemos de nuevo en los obispos, ministriles y predicadores de cualquier signo o secta. Pensemos en los administradores del miedo y de la inseguridad que ellos, con sus acciones, provocan.
Nunca desaparecerán, ni en el más perfecto de nuestros sueños. Pero a veces, como en duermevela, luego de un instante dichoso, acariciamos la desesperante esperanza de que un día tal vez no sean necesarios. Esa es mi utopía.

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