LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

viernes, 10 de abril de 2020

(Diario de la peste (11, 10 de abril, El género del Covid-19)

El género del Covid-19
Son tiempos borrascosos, las Cumbres de Emily Brontë, pero en el llano, en el campo de batalla y eso nos iguala a todos. “Los días se nos pasan como en un suspiro”, me dice el editor Juan González, que metido a fondo con los Episodios Nacionales, de don Benito Pérez Galdós, denostado por los cursis. Así es la guerra, que se vive con un sentido de urgencia, todos movilizados; ya veremos cómo termina. El final no está escrito. Y espero que no nos dé para otros Episodios Nacionales. Desde Banyalbufar, idílico confinamiento con vistas al mar, en Mallorca, me escribe el dibujante Pere Joan. Me dice algo que todos vamos percibiendo, que este es el auténtico comienzo del siglo XXI, sí, el XXI. Un siglo que desde luego no nos llega con el escenario apocalíptico de los señores de la guerra que se gasta la brutal ciencia ficción de Mel Gibson en Mad Max sino que, dice Pere, “el cambio de guión de nuestras vidas nos llega de manera silenciosa”, tal y como irrumpe en la serie danesa The Rain, de 2018, crónica clarividente de un virus que llega con la lluvia, como la que hoy cae en Madrid y que ha metido a Lissie en casa; una lluvia que mata al que moja y no se confina, tal y como sucede ahora. Otra película estupenda es Contagio, de Steven Soderbergh, y que novela las andanzas del virus Nipah, aparecido hace 20 años en Asia y África, y que se hospeda también en murciélagos, de donde pasa a las granjas de cerdos y a los humanos. 
Nos vamos “comiendo” los siglos a pasos agigantados. Está admitido por los hechos que hacen descender las ideas a tierra que el siglo XIX, nacido en 1803 con el comienzo de las guerras napoleónicas, habría terminado en 1914, con el inicio de la Primera Guerra Mundial, y el fin de la vieja Europa, premonitoriamente hundida con el Titanic, dos años antes. El siglo XX, en cambio, sería un siglo corto, supuestamente acabado en 1989, con la Caída del Muro de Berlín y el comienzo de la Galaxia Rural que todo lo ha globalizado, incluyendo la enfermedad. Ahí, en ese 89 habría comenzado este siglo XXI que ahora termina. Se trata de siglo aún más corto, pues este sólo habría tenido 31 años. Así que lo que tenemos ya encima, como la lluvia vírica, ¡es el siglo XXII!, como lo oyen.
Pero cuanto más corto es el siglo más violento y tumultuoso se vuelve. Es cierto que el conteo del tiempo es una convención. El 20 de diciembre de 2012 finalizó la Cuenta Larga del 13.º Baktún de acuerdo con el Calendario Maya. No parece que este nuevo ciclo de 5.200 años haya nacido bien. Algunos pronosticaron una hecatombe para la nueva era. ¿Recordamos la película 2012, de Roland Emmerich? La única ventaja de acortar los siglos es que vamos a llegar al Futuro antes de lo esperado. En nuestra propia generación. Pero la prisa nunca ha sido buena consejera. Se está viendo.
Volvamos al confinamiento en Mallorca. Allí estuvo cautivo el ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos, siete años, primero en la Cartoixa de Valldemossa, y luego en el Castillo de Bellver, condenado por otra corona, la de Carlos IV. En el Monasterio de la Cartuja, que visité durante mi periodo isleño, también estuvieron, voluntariamente confinados, que no es lo mismo, George Sand, Chopin, Rubén Darío, Santiago Rusiñol, Eugeni d’Ors y Azorín, entre otros artistas que, por lo que se ve, pertenecen a un sector que no es muy prioritario en España. Primero curémonos, luego ya vendrán las artes y las letras a sanar las heridas del alma. 
¿Malentendido, despiste? Confiemos en una inmediata y enérgica rectificación por parte del Ministerio de Cultura. Para defender esto que apunto, no me gusta hablar del Reino de la Cifra, que si la cultura es la 4º industria, que si mueve el 3,2% PIB, que si trabajan 701.000 de esos cuerpos que hay que curar antes que ilustrar. No, Somos Nuestra Cultura. Es lo que queda. Lo intangible. Lo demás son los millones que nadie se puede llevar a la tumba, como se está viendo. A pesar de que mueren más pobres que ricos. Y en Nueva York más negros, hispanos y nativos americanos que blancos, porque los pobres siempre están peor, y son más vulnerables y sus casas son más pequeñas y no pueden practicar nunca el distanciamiento social, a no ser que se caigan por el balcón encima de un balconazi, como llaman ahora a los delatores.
No sucede así en Francia, donde el virus se expande por igual gracias a la costumbre de los tres besos reglamentarios de saludo, a diferencia de los nipones, que se hacen una reverencia, y así se contagian menos. Así que ya sabemos lo que tenemos que hacer de ahora en adelante, inclinar la cerviz como si tuviéramos delante al mismísimo rey emérito, a ver si con la reverencia se apiada y nos da argo (sic) de lo que se llevó.
Vuelvo a mi querida Mallorca, donde desde luego se lleva mejor un confinamiento. En una isla, mirando el mar tienes la sensación de que te puedes embarcar, y partir hacia otra isla, y así, de isla en isla, como buen isleño, puedes seguir recorriendo mundo, como los griegos, como todos los mediterráneos. Los de tierra adentro sólo podemos soñar con que alguien venga hasta Cuelgamuros -ya sin la momia de Franco- para rescatarnos de esta pesadilla, como le sucedió al historiador Nicolás Sánchez-Albornoz, cuando le ayudaron a fugarse del Valle de los Caídos, en construcción, en 1948.
De una isla también te puedes ir incluso a las bravas, nadando, como Edmond Dantès, futuro Conde de Montecristo, cuando se escapó de la isla penal de If, según nos cuenta Alejandro Dumas. Pero en la gran ciudad, ¿quién nos libra del alienígena Covid-19, que lleva nombre de robot de la Guerra de las Galaxias, y parece que para algunos tiene género femenino? Esto último no se entiende, como tantas cosas, salvo que sea un “acto fallido” vinculado a la China patriarcal donde nació. ¿No decía la RAE que el masculino es neutro, y que no está marcado por el género? Pues entonces, digamos el Covid-19, nunca la Covid-19.
España es un país invertebrado, la vieja tesis de Ortega, con escasos símbolos y mitos compartidos por todos. Antes, durante siglos, Hacer las Américas. Hoy, la Liga de Fútbol. Y poco más que no sea el negocio. Cada uno tira para su lado. Así leemos en la prensa que algunos pueblos ponen barreras de hormigón para que no entren los de fuera, los otros. ¿Qué hace el Delegado del Gobierno Civil para no ordenar de inmediato que retiren esas nuevas fronteras? Tómenos nota para no visitar nunca más esos lugares. Algunos alcaldes incitan a la delación del foráneo, o de aquel que se salta la cuarentena, y sale a darse una vuelta clandestina. El nazismo, el fascismo, el estalinismo y el franquismo fueron posibles, entre otras cosas, gracias a celosos balconazis, colaboracionistas timoratos, esos mismos que cuando las manifestaciones de finales de los 70 nos miraban desde el mismo balcón donde hoy siguen apostados, mientras les gritábamos, "no nos mires, únete".
A Anna Frank la delató un vecino, no se olvide. Y lo hemos visto en tres películas recientes sobre la Guerra Civil,  “La Trinchera Infinita”, de Jon Garaño, Aitor Arregi, José Mari Goenaga, “Intemperie” de Benito Zambrano, y “Mientras dure la guerra” de Alejandro Amenábar. Al margen del argumento, todas tienen en común el ambiente sórdido de la delación, del chivateo del vecino. Así que en este país dividido, ayer, en las Cortes, donde se aprobó la segunda prórroga del Estado de Alerta, la derecha ultramontana pedía ¡ya! la dimisión del gobierno. Igual lo que hay que pedir es la dimisión de esta oposición cainita y bulofáctica que tendría que mirar a Portugal, ejemplo de unidad contra la catástrofe. ¿Y Lissie? Traté de sacarla, hizo sus necesidades y se dio la vuelta. Odia la lluvia como si fuera un virus. Así que aquí está, a mi vera, roncando a pierna suelta. Como un alma bendita que no necesita ser curada por la cultura.

Diario de la peste (10, 7 de abril. Cabeza de chorlito)

Cabeza de chorlito
Las cifras temibles nos han dado un pequeño respiro. El negro marcador de la Puerta del Sol se ha movido cientos de veces, es cierto, pero lo hace a un ritmo más lento, como si la negra ker, guadaña en ristre, se lo pensara dos veces. Aquí ya voy teniendo bastante, masculla. Me voy a otros lares, que me esperan. Por si nos faltara algo, Chernóbil calienta motores, y el reactor se activa, ello gracias a un incendio que dicen provocado. Maldad. Pero también otro recordatorio de lo que estamos haciendo con el planeta. La fumarola radioactiva de Chernóbil es la punta del iceberg que se derrite en la Antártida. Vivimos en un mundo interconectado. 
En Madrid, el aire de la primavera se mueve entre calles vacías reescribiendo las hojas nuevas que traen vida, brillantes páginas en blanco que esperan escribidores que llenen de deseos las copas de los árboles, como esos bosques de bambú del Japón que llaman tanabata, y que alude a la historia china de dos jóvenes enamorados, una princesa y un pastor que fueron convertidos en estrellas, separados por el río de la Vía Láctea. Sólo una noche al año pueden volver a juntarse, la del séptimo día del séptimo mes, que cae en julio. Ese día la gente escribe deseos y súplicas en esos papelitos de colores que llaman tanzaku. Recuerdo un árbol entero que había en Sa Bassa Blanca, en Alcudia, obra de Yoko Ono, “Imagina que no hay países, que no hay posesiones, que no hay codicia”, cantaba Lennon, “Imagine”.
Parece difícil hoy pensar en esto. Pero sí, un aire de primavera atraviesa las murallas de esta ciudad sitiada. Es abril entrado, y a Lissie le toca recorte de puntas, sólo las puntas, y ponerse guapa, para cuando pueda volver a corretear los parques. No porque ella quiera jugar o flirtear con otros perros. No, no le interesan. Ni se acerca, ni a ellos ni a ellas. Su desprecio es tan evidente, sus rodeos y cambios de acera tan palpables, que suelo tener que excusar la distancia social que les dedica; hoy “de moda”, pero ella siempre. "Es un poco autista; vivió diez años en el monte, sola", suelo explicar a mis vecinos. Lissie, ingenua, en cambio, prefiere a los humanos. Cree que somos mejores que los de su especie. 
Nos contactamos a las pantallas con precaución. Las noticias de los frentes de batalla que nos llegan de los hospitales nos mantienen en vilo, según lo que indican que necesitan, y no tienen, y lo que nosotros, tristes inválidos, hacedores de palabras no podemos dar. Me aferro a la pluma, y a la tecla; yo no sé curar. Cuando la gente se muere a tu alrededor, cuando la gente sufre de una manera tan cercana, sientes que tienes el oficio más inútil del mundo. Hoy cambiaría todas mis palabras por uno de esos ventiladores que salvan vidas; dejaría todas mis quejas aparte por un rato de consuelo que de verdad lo fuera, para quien lo necesite.
Ayer me escapé, y bajé al refugio, con Lissie a mi vera, para que no nos alcanzaran las detonaciones de esos partes terribles. Y dediqué el día a escuchar música barroca cantada por el ángel noruego, Aksel Rykkvin, y a leer poesía china, que la tenía abandonada desde hacía años, desde la época en la que me hice con la maravillosa colección de la Columbia University Press, traducida por Burton Watson y Jonathan Chaves, en dos volúmenes de 500 páginas cada uno. De ello hace ya más de treinta, cuando aprendí a tirarme el I Ching, con varitas. Me acordé de ello el otro día, al citar a Li Po. Copio el comienzo este poema de Tu Fu, llamado el shih-sheng, el sabio de la poesía, en el que echa de menos a su amigo Li Po. Ambos vivieron en el siglo VIII de nuestra era, en plena dinastía Tang. Está escrito cuando ambos están en el destierro, confinados, como nosotros, y la enfermedad señorea los campos, como hoy. El poema titulado “Soñando con Li Po” dice así:
“Desvío la mirada de los muertos, ahogo mis sollozos.
Mas alejarme de los vivos me trae un dolor constante.
Al sur del Yangtsé está la tierra de la peste y la fiebre.
Pero ninguna palabra me llega del lejano exilio.
Mas esta noche mi viejo amigo ha venido en sueños,
y por fin han tenido premio mis largos suspiros”.

El gobierno nuestro ha tomado nota por fin, ya era hora, y deja que la prensa pregunte en directo, vía telemática. Falta que dejen repreguntar. Sus ministros y portavoces, civiles -ahora salen menos militares- se preocupan mucho por quienes difunden bulos y noticias falsas. Dicen que hay que vigilar esto, y en su caso legislar. Tal vez deberían mirar a los gobiernos de otros países. Empiezan a especular, para cuando se pueda, con las industrias y servicios esenciales que podrían comenzar a abrir, poco a poco, cuando la reclusión general de la población se relaje. Hablan de las Arcas de Noé, donde confinarán a los infectados asintomáticos, esos suertudos que contagian pero ni sufren ni padecen el virus, como los suecos. Propongo que abran las librerías, es este un servicio más esencial que los estancos o los quioscos que han permanecido abiertos. ¿Tienen acaso más derechos los fumadores y los lectores de la prensa que los lectores de libros? No se entiende. O sí. Salvo que pensemos (mal) que el impuesto del tabaco es necesario. Y que con el Cuarto Poder mejor no meterse mucho.
Los ricos, las estrellas, los famosos, los futbolistas se hacen selfies en sus grandes mansiones para contarnos lo mal que lo pasan. Debería darles vergüenza. Pero les está muy bien empleado a todos sus seguidores. Ahora pueden ver la catadura moral de esos sus líderes de opinión, siervos de las varias Operaciones Triunfo del planeta y de los Grandes Hermanos en los que ahora nos han metido a todos. ¿No queríamos participar? Pues ahí está; todos confinados en un programa global de encierro, tal vez ensayo general de lo que podrá venir. Sólo falta que nos metan la cámara en casa. Todo se andará. Los chinos, que en esta crisis llevan la delantera en todo, ya registran los rostros de los viandantes, así censados, sin ningún rubor. Aquí ya el gobierno ha solicitado a las compañías de telefonía que les entreguen los datos de movilidad de todos los usuarios, para ver si nos alejamos de las ciudades-celda. Lo siguiente será pedir los nombres de los que se escapan. Por el bien de todos.
En el río revuelto ¿nos hemos olvidado de los 100 millones del rey Juan Carlos de Borbón, de su fortuna en el extranjero y del habitual “yo no sé, yo no sabía” que esta familia aplica en estos casos, como se vio en el affaire judicial de sus Altezas Reales los Duques de Palma, hoy ex. Yo creo que este 14 de abril se merecen una buena cacerolada, a las 8 de la tarde, para que vean que no tenemos cabeza de chorlito, expresión procedente del euskera y que supone que los pájaros tienen poca memoria. Demostremos que no es así, y que aunque estemos en una jaula, tenemos memoria. Pásalo.

Diario de la peste (9, 5 de abril. La rabia, un juguete)

La rabia, un juguete
“Encerrados con un solo juguete”, nos han dejado, rotos, en una guerra que ahora es mundial. Nuestro juguete es la rabia. Y espero que la venganza de esta juventud enclaustrada sea poderosa, aún más que lo que vimos en 2008. Porque de aquí saldrán escritor@s, y artistas, y pensador@s, y todo aquello que el sistema autoritario detesta. Otro Juan Marsé que lo cuente. U otra. Porque el encuentro con uno mismo es escuela de disidencia, no en vano los antiguos profetas y sabios, para pensar, se imponían una cuarentena voluntaria. Cuántas veces las enfermedades de infancia no han dado luego buenos músicos o poetas. Pero ahora la enfermedad es colectiva, social. Por eso necesitamos muchos ciudadanos-poetas de ahora para el tiempo que viene, poetas-ciudadanos no complacientes, poetas íntimos y sinceros que nos canten lo que sentimos.
Y lo que queremos. Como Luis Eduardo Aute, que acaba de morir hoy, sin causa confirmada pero imaginable, dado su estado delicado. Ha caído junto a otros cientos y cientos de coronados, como cada día. Tuve la suerte de tratarlo algo en los 80 y colaboró en nuestra Luna de Madrid. Recuerdo algunas cenas en el Café Latino de Madrid. Recuerdo que recité con él en un homenaje a José Bergamín, en la Autónoma de Madrid. Recuerdo una achispada conversación en un tren, el de la Fresa, invitados con muchos amigos para promocionarlo. En Aranjuez nos esperaba un espectáculo del coreógrafo Lindsay Kemp, fallecido hace dos años . Aute. Pintor notable, poeta cantor, apóstol de la lentitud. Todo lo contrario del artista vedette. Un auténtico hombre honesto, solidario siempre. Que la tierra le sea leve, que les sea leve a todos los que se están yendo sin despedidas. Que le sea también leve a Kemp.
Los chinos celebraron ayer su día de los difuntos, el llamado Festival de Qing Ming, “día en el que se barren las tumbas”, y se quema incienso en honor de los antepasados. Estamos con ellos, con sus muertos mal despedidos, mostrando toda nuestra solidaridad con esa cultura milenaria que nos ha dado, por tender un arco, a Lao-Tse y su Tao Te-king, Confucio y sus Analectas, a Li-Po y el Libro de las Odas (Shih Ching) y, en nuestro tiempo, a Ai Weiwei.
Pero muy poca podemos mostrar con su gobierno. Si queremos que algo cambie tenemos que aprender a decir las cosas por su nombre. Los que los chinos tienen que hacer es no sólo barrer las tumbas, sino barrer a sus líderes, que encabezan una dictadura fascista con iconografía leninista que persiguió a los primeros médicos que quisieron alertarnos de lo que estaba pasando en Wuhan. ¿Dónde está la gran conferencia internacional que tenían que haber convocado para advertirnos de la magnitud del desastre, y de lo que era el Covid-19? Silencio, tapar, callar. Ahora, sus gestos de enviarnos un flete de mascarillas, al tiempo que nos venden materiales sanitarios por valor de cientos de millones, nos dejan fríos: pura propaganda política de un gobierno que mantiene a Tíbet esclavizado. Si queremos un nuevo tiempo, tenemos que decir las cosas de acuerdo con ese nuevo tiempo. Hoy, Ai Weiwei las dice con claridad, en un artículo en El País: “Si este desastre pudo expandirse, se debe en gran parte a que se ocultó la verdad”.
Pero la experiencia que estamos viviendo, aun siendo extrema, no siempre es prometedora. Los tiburones de la bolsa, los expertos en negocios de las empresas multinacionales de asesoría internacional ya están oliendo la sangre, y apuestan por lo que ellos llaman “un gran rebote” en otoño. Son los mismos bandidos que bendijeron los productos tóxicos bancarios, las acciones preferentes de Bankia, las hipotecas multidivisa, los swaps o derivados financieros y todas esas mandangas que les colaron a los ahorradores en la anterior crisis. Pero ellos ahora apuestan por “un gran rebote”. Es decir, los muertos al hoyo y los vivos al gran bollo. 
Parar, sí, desde luego que hemos parado. Un frenazo en seco. Y ahora se ve también que tantas cosas son prescindibles, hasta las mascarillas de un solo día, esas que se disputan a golpe de chequera los gobiernos, en los aeropuertos, se pueden lavar y reciclar. Cuando termine la Tercera Guerra Mundial se impone una moratoria contra el consumo masivo, contra el turismo masivo. Y por fin una vindicación de la lentitud, del Movimiento Slow, y de la necesidad de salir con otros modelos compatibles con un mundo creativo e inteligente, vinculado al respeto hacia la Madre tierra y a los otros seres vivos, y que busque establecer nuevos cánones de relación de la vida ciudadana, entre las personas, para las personas. 
Tal vez tendremos que repartir el trabajo, para que otros trabajen, establecer relaciones intercomunitarias, horizontales, que revinculen a unos ciudadanos con otros y nos presenten modelos alternativos, pautas culturales no autoritarias ni patriarcales, conservacionistas y relacionadas con el ideario de movimientos por el decrecimiento o por la lentitud, que acabo de mencionar. Hay que oponerse al dogma del crecimiento del PIB como modelo. Pero ¿para cambiar esto?, ¿vamos a recurrir al oligopolio de los asesores de siempre, los Deloitte, PwC, EY y KPMG, esas empresas de una City que ya, fuera de la Europa Comunitaria, van a sentirse con las manos más libres que nunca?
El Gobierno nuestro, zarandeado por una oposición implacable, sigue haciendo proclamas; llamadas a la resistencia en ruedas de prensa donde no se puede repreguntar, y sin aclararnos por qué no se ordena ya que todo el mundo se ponga de una vez por todas una mascarilla en la boca, como hizo Checoslovaquia. No tenían tampoco, pero se has hicieron en casa, cada uno la suya. Eso es mejor que nada. Menos dinero para los estraperlistas de productos sanitarios. 
El escrutinio es bueno. Necesitamos cifras concretas, más test y transparencia. Nos pesa la tradición escolástica y retórica. Escuchas hoy al ministro de salud inglés. ¡Y mira que lo ha hecho mal el señor Johnson! Apelaciones para defender el NHS, el sistema de salud, sí, pero sobre todo cifras, muchas cifras, esquemas, predicciones, sin ambages ni temor a la verdad. El otro día dijeron que por debajo de 20.000 muertos la pandemia sería un éxito. Hoy les dice que se han realizado 80.000 test, de los cuales el 50% positivos. Le repreguntan, allí se puede, no como aquí, que vamos “a la china” en esto, si será necesario poner medidas policiales para que la gente cumpla el confinamiento. Dice, no, confiamos en la gente. En las ruedas de Downing Street no se ve ni un policía, ni un militar. En fin, yo creo que al final conoceremos los datos por el triste conteo del registro civil. De Lissie ¿qué se sabe hoy? La verdad, un poco enfadada. Toca baño dominical. Y hay que perseguirla para meterla en la bañera, como cuando yo tenía 10 años.
Termino. Para Aute, y para todos los que se están yendo, dedico estos “Epitafios para un cementerio en la bahía de Kioni”. Los compuse en Ítaca, donde solía veranear, en la vida de antes, y pertenecen al libro inédito “Los otros nombres de Grecia”. Son tres, a modo de haikai:  

“No te detengas aquí más de lo necesario.
Ya tendrás tiempo
de aburrirte”.

“Viaja.
Viaja,
mientras puedas”.

“Sé rápido y parte muy lejos.
El camino hasta aquí
sabrá encontrarte”.

Diario de la peste (8, 3 de abril.Salir a cuatro patas)

Salir a cuatro patas
“Éramos felices y no lo sabíamos” es una frase antigua que circula en casi todos los idiomas, sin dueño conocido, y en varias versiones, y que hoy describe nuestro mundo. Tiene un regusto a los conocidos versos de Jaime Gil de Biedma, “Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde”. La contra-versión más conocida de la frase es de Rudyard Kipling: “No sólo éramos felices, sino que lo sabíamos”, escrita a finales del siglo XIX, por la época en la que bosquejaba El Libro de la Selva.
Así es la vida, que cuando empieza a ser amenazada de verdad se revela como diamantina hasta para el forzado remero de galera, que ahora echará de menos el tambor que marcaba el ritmo de la boga, y el salitre del mar libre que le llegaba. Porque mientras remaba, soñaba con la liberación, o con el pasado. Lo sabía Juana de Ibarbourou, Juana de América, cuando a su “carcelero” le decía:  “¡Y toda mi celda tendrá la fragancia/ De un inmenso ramo de rosas de Francia!”
A veces cuesta sentarse aquí a escribir. Porque escribir es recordar lo que está pasando. No sé cómo lo hacen los médicos y sanitarios en el frente de la Tercera Guerra Mundial contra el enemigo invisible, cuando finaliza su turno. Me los imagino sudados, agotados, como los remeros mentados, desinfectándose y partiendo hacia casa para descansar, es un decir, sabiendo que al día siguiente hay que volver a remar. Por analogía, cuando uno está muy metido en algo, sé lo complicado que es desconectar. Pero no me puedo imaginar esto. Es imposible. En las escuelas de medicina y enfermería de la civilizada Europa Occidental, capital Bruselas, esa misma que de momento no está ni se la espera, no les entrenan para eso. Es decir, para que se les mueran los enfermos, uno sí, y el de al lado también. Porque hoy, de nuevo, han sido centenares los contados en el marcador imaginario de la Puerta del Sol, donde las banderas, a media asta, tendrían que ondear no tres días, sino tres años o más, uno por cada muerto mal despedido. Y todavía quedan por verse los que no están contados, los que han muerto sin diagnóstico, en las residencias de mayores, o en su casa.
Estamos como l@s chic@s de antes, a los que se castigaba con “no salir a la calle”,  cuando hacían alguna trastada. Toda la humanidad está castigada. ¿Qué trastada hemos hecho? Ahh. Desde hace días se nos repite la cantinela de que ya se ha alcanzado el llamado pico del contagio, que es ahora una meseta, y que arriba estamos haciendo cuerda. A partir de ahí, por seguir con la metáfora montañera, vamos a comenzar a descender, viendo decrecer el número de contagiados y fallecidos. Sí, todo lo que sube tiene que bajar, ya veremos a qué coste.
Es una cantinela que parece un “cuento chino”, tan chino como ese virus del que no se sabe si se le ha escapado a un aprendiz de brujo, o nos lo ha pasado un pangolín, una especie de armadillo en peligro de extinción que así se venga de sus depredadores humanos. Las pantallas planas de las redes también tosen y esparcen teorías conspiratorias, científicas y médicas que compiten por explicar el origen del virus; o su prevención. Sobre esto seguimos en ascuas, en el Lejano Oriente, en general, por ejemplo, recomiendan llevar la mascarilla siempre en la calle. No así en Occidente. Mientras, los gobiernos del mundo compiten por hacerse con los alijos de materiales sanitarios, que en ocasiones se revenden y recompran, o se paralizan en pleno transporte, para redirigirlo a otro destino. Así están las cosas. 
En cuanto a los casos graves, nos hablan de los protocolos que se han puesto en marcha, para decidir quién tiene derecho a respirador o quién será trasladado a una UCI para recibir cuidados intensivos. Los octogenarios y nonagenarios tienen menos oportunidades. El Protocolo, muy aséptico, nos dice que se hace así para salvar a los más jóvenes, con más años por delante. Pero los muertos tienen nombre y apellido. Porque uno no piensa en la muerte. Sino en nuestra muerte, o en la de nuestra madre, o en la de un hermano, o un amigo. Es mayor, era mayor, ya había vivido mucho, nos consuelan. Magro consuelo.
Entre los muertos sin nombre y mal despedidos, sin velatorio, ayer se han ido con la mayoría -porque desde el origen de la humanidad hay más muertos que vivos- dos ancianos estupendos, que hasta hace pocas fechas estaban muy lúcidos, contando sus experiencias, desafiando el protocolo hospitalario de los desahucios exprés que se ha puesto en marcha. Rafael Gómez Nieto, con 98, almeriense que entró en París en el tanque Guernica, liberando la ciudad con La Nueve, división republicana bajo el mando del general Leclerc. Y Suzanne Hoylaerts, belga de 90 años, que cedió voluntariamente su respirador para salvar a alguien más joven, asegurando que había tenido una vida larga. El gesto de esta señora vale por todo un protocolo de generosidad.
Por eso mismo hay que poner nombres y apellidos a las cifras que nos espetan a la cara. Porque detrás de cada cifra hay una valiosa vida para alguien, aunque sólo fuera a durar un mes más. ¿Y quién no nos dice que un solo mes de Rafael o de Suzanne vale por un siglo de algunos que no quiero mentar?
Estos días uno observa las señales que emite el cuerpo con sospecha; como si se tratara de un radar o detector del virus que nos acosa, embozado en alguna gotita de Pflügge, que así se llaman esos microesputos aéreos que soltamos al toser o al estornudar. Nos duele la cabeza, y nos ponemos en guardia. Te duele el estómago y acudes al baño dos o tres veces, demasiado seguido. Ahh, me digo, tal vez por eso era por lo que los avisados y aguilillas de turno se encerraron con cientos de rollos de papel higiénico. Lo sabían.
Quién no te dice que pese a todas las cautelas, tal vez el microesputo se le ha escapado al vecino de arriba, un policía de balcón que ya ha pegado dos voces, estos días, a un desafiante flâneur, como si supiera acaso que aquel pasea para comprar o para olvidar, que es casi lo mismo. Sí, cuidado con salir al balcón a aplaudir o dar cacerolazos contra los políticos, no sea que se despeñe -en vez de la cifra de infectados-, un microesputo del vecino-policía de arriba, o el vecino mismo, que tal vez fuera lo mejor.
Por eso yo me asomo con Lissie, a deshoras, cuando no hay ruido. A ella le gusta verlo todo o mas bien imaginarlo, porque anda mal de la vista, con algo de cataratas, y gasta flequillo largo sobre los ojos. Justin Lissie disfruta mirando las nubes, los árboles que se mueven, y los pájaros, para ella fugaces sombras, tal vez conejos voladores, pensará, que es en lo que ella sueña, para cuando nos liberen. Sí, es como la vieja del visillo, por eso la saco al balcón. Eso no está prohibido. Dicen que esto va a durar todo abril, “y lo que te rondaré, morena”. En la prensa, nos cuentan los tenderos que los acaparadores se han pasado al vino y a la cerveza, el viejo remedio, ya se sabe, trincar para olvidar. Hacen bien. Se trata de salir de esta, aunque sea a cuatro patas. Como Lissie, y pronto como todos.

Diario de la peste (7, 1 de abril. La tercera guerra mundial)

La Tercera Guerra Mundial
Hoy un amigo escritor, Feliciano Novoa, con el que estamos preparando un libro sobre “El Camino de Santiago” para el Año Jacobeo 2021, me decía, “oye, estoy perplejo, en las guerras de antes te podías exiliar, pero aquí no te puedes escapar a ninguna parte del mundo, es una sensación rara”. Sí, tiene razón. Siguiendo y llevando al extremo el símil bélico, estamos ya en la Tercera Guerra Mundial, pero ahora no luchan las naciones entre sí sino la humanidad entera. Uno no se puede escapar del planeta Tierra. Quizá este es el comienzo del Fin de la Historia del que hablaba Francis Fukuyama. El año cero.
Pues es la primera vez en la que podemos pensar así, entre otras cosas porque podemos pensar y sentir con los otros, compartiendo el mismo sentimiento de desamparo, estupefacción y angustia con esos lejanos habitantes confinados en otros continentes a los que ahora miramos de otro modo. Porque ellos somos nosotros, y porque somos todos. Antes sólo los veíamos, al pasar, en las noticias, cuando nos mostraban el titular de una catástrofe en un país u otro. Y a ellos les sucedía lo mismo con nuestras desgracias, accidentes, atentados, crisis varias. Qué pena, pobres, decíamos, pero ahí quedaba la cosa. Pero ahora los miramos de verdad, no los vemos, y nos miramos en su espejo, que es el nuestro, y sabemos lo que sienten. Es la humanidad entera la que ahora sufre, no los tuyos o los míos.
Incluso países en conflicto se proponen treguas, como sucede entre Israel y la sojuzgada Autoridad Palestina, que ahora colaboran entre sí contra el #coronavirus y la pandemia, que ya es decir.
Las redes de amigos nos hacen llegar mensajes muy variados, lo mismo que hago yo con estas notas. Los que tenemos una cierta edad, de cuarenta o cincuenta para arriba, mandamos artículos, reseñas de científicos que explican el origen del virus, su desarrollo, ¿qué hacer, qué no hacer si uno muestra síntomas?, muchas peticiones de firma en change.org, y en otras plataformas, de variado pelaje, y otras contra un Gobierno al que no dan tregua los hacedores de astillas profesionales, incapaces de ponerse en el lugar del otro. También llegan relatos orales, y consejas, programas de coaching, y protestas contra los recortes en sanidad que no supimos defender ni atender hace años. Las instituciones, mientras, patrocinan números de teléfono adonde acudir para sumar fuerzas contra la soledad. Y números de asistencia psicológica para que llamen los familiares de los caídos en combate contra el virus.
Claro, eso es lo más terrible, pensar que tu ser querido muere en soledad, que no puedes estar a su lado, y que luego no puedes despedirlo en condiciones, acarreado su cuerpo en un vehículo militar -otra vez la guerra- hasta no sé sabe qué ciudad, allí donde tienen capacidad para convertirlo en cenizas. Pero el teléfono ése, por más que se ponga buena voluntad, no es mas que un magro reemplazo del velatorio.
Porque el duelo no tiene capacidad transitiva. Y hay que vivirlo, en compañía. Yo no voy, casi por principio, a esas ferias de vanidades sociales que son bautizos, primeras comuniones y bodas. Y mis amigos, corteses, han aprendido a no invitarme. Pero sí acudo a funerales y velatorios, para despedir a los caídos. Nos reunimos, nos damos un abrazo, se cuentan anécdotas, y junto al dolor aflora una broma, un recuerdo compartido. Y a veces tomas una copa a la salud del finado. Lo hicimos así en el de mi padre, hace muchos años. En el de mi hermano, en los de amigos como Jorge Berlanga, Keko Yuste o Sigfrido Martín Begué.
Ahora, la chavalería de todo el mundo, en cambio, graba canciones, raps, y melodías con mucho ritmo, desde las azoteas. Y se hacen quedadas en zoom, y se planifican futuros encuentros. Cuando se es joven, se puede esperar. El drama para ellos es que no pueden ver a sus amigos, o coger la moto, o jugar un partidillo, o que las clases o los erasmus han sido suspendidos. Esta es la primera guerra de la historia, en el Año Cero del nuevo conteo, en la que no son los chavales y los jóvenes quienes son enviados al frente de batalla, también cantando, carne de cañón para defender las ideas de los mayores, poderosos, serios y adustos mandarines, que son los que ahora caen en las trincheras.
En esta Tercera Guerra Mundial, también, pasan otras cosas. En Moria, Isla de Lesbos, en Grecia, campamento de refugiados de otras guerras analógicas, los periodistas con conciencia nos recuerdan a los confinados permanentes, allí echados de la mano de Europa. Y es que Europa no está ni se la espera. Cada país, casi cada comunidad, cada pueblo, se tiene que defender con lo que tiene, pues poco o nada se espera de Bruselas, lejana capital imperial. Me recuerda esto algo a lo que hice referencia en mi ensayo sobre Adriano y su camino.
Para Roma, el nombre de Britania Secunda señalaba el confín del Imperio y de la civilización; más allá estaban los llamados bárbaros, pueblos de perdido origen. Caída Roma, y abandonada la frontera y su red de fortificaciones, los historiadores recogen la última y dramática comunicación directa del emperador Honorio, en torno al año 400 d. C., en la que conmina a los romanizados ingleses a la autodefensa, puesto que el Imperio ya no era capaz de asistirlos, y de enviar tropas a la isla para defenderla del pasacalle de pueblos bárbaros, anglos, sajones, jutos, que iban llegando a esas tierras, y de los otros germanos que acabaron por arrasar la propia Roma.
Años después, Beda el Venerable, el cultísimo monje benedictino, recoge la tradición de tres peticiones dirigidas a Roma, en la que los romanizados brittons solicitan que les envíen ayuda y una legión para defenderse. Pero Beda también informa que, al final, Roma les viene a decir que son ya ellos quienes deben designar capitanes, armarse y defender sus vidas y haciendas, por su cuenta. Uno de esos capitanes, Ambrosius Aurelianus, será el trasunto del futuro Artús. Pues este momento, en el que cada uno tenía que velarse por su cuenta, es cuando nace el mito de Arturo. Así estamos ahora, cada palo que aguante su vela.
Declarada la Tercera Guerra Mundial, nieva en Madrid. Lissie, tumbada, no quiere salir. Prefiere su camita, a mi vera. Detesta la lluvia y el frío, y eso que se supone que es una perra ovejera. Pero uno es lo que ha sido en vida, no lo que fueron sus antepasados. Así que pese a haber nacido y vivido diez años en La Montaña de Cantabria, prefiere el sol de Madrid, ciudad golpeada, y esos días azules de antes en los que íbamos a levantar conejos, siempre sin éxito. Expediciones de las que regresábamos a casa con la moral alta, fracasados pero inasequibles al desaliento, que es lo que ahora nos piden los noticieros y los boletines de guerra.

Diario de la peste (6, 30 de marzo. Una raya más al tigre)

Una raya más al tigre 
Una vuelta de tuerca más. Lo han llamado oficialmente “hibernados”. Casi todo ha quedado parado. Internados en el comienzo de la tercera semana de encierro, y sin libertad ni bajo fianza, los españoles seguimos sin poder salir a pasear o a trotar, como hacen ingleses, franceses o belgas, por poner tres ejemplos. No digo nada de los suecos, que han pasado de todo y siguen saliendo a cenar en restaurantes, como si la cosa no fuera con ellos, “haciéndose literalmente los suecos” con el #coronavirus, a ver si este se olvida de ellos. Así, comenzamos todos, estos días de frío y nieve que trae un invierno tardío y renovado, a recibir toda una batería de mensajes llenos de misticismos varios, según la creencia de cada cual, e invitaciones a la reflexión, a la oración, cuando no, rápidos manuales de técnicas de meditación y yoga que uno, al fin, y tras mil postergaciones, puede al fin practicar. 
Una de las oraciones más especiales me la envía el editor de libros antiguos Manuel Moleiro. Es la atribuida a Antoine de Saint-Exupéry, y que pide, sobre todo, entereza para organizarse: Aquí la resumo: “Ayúdame a distribuir correctamente mi tiempo: dame la capacidad de distinguir lo esencial de lo secundario. Te pido fuerza, autocontrol y equilibrio para no dejarme llevar por la vida y organizar sabiamente el curso del día. Ayúdame a hacer cada cosa de mi presente lo mejor posible, y a reconocer que esta hora es la más importante. Guárdame de la ingenua creencia de que en la vida todo debe salir bien (...). ¡Enséñame el arte de los pequeños pasos!".  Sí, eso es lo que nos hace falta, y es que no es fácil organizarse sabiamente, por mucha voluntad que se ponga en ello.
Está claro. Es la hora de los “memento mori” latinos, que nos recordaban nuestra condición mortal, y que se lo susurraban al oído a los generales que entraban victoriosos en Roma, para bajarles los humos, y que ahora nos vuelven vía WhatsApp desde el confín de la Edad Antigua. No importa. No será lo peor salir de esta con tortícolis, contusionado en plena asana o voceando OM por la escalera. Lo importante será salir. Pero es que la sensación que cunde es que aquí no se salva ni el apuntador. Y que en un momento u otro todos vamos a pasar por el trance de cruzar este Rubicón de la peste del XXI que nos ha de poner a prueba. ¿Será la última o la primera de una serie? Hoy ha caído el Jefe de Epidemiología Nacional, quien nos daba el parte diario, y repetía, a modo de mantra: “Lo importante es no contagiarse”, para no sobrecargar el sistema...  
Escribía el maestro editor de Eds. Ibéricas y políglota mitólogo, Juan B. Bergua, en su célebre “Mitología Universal”, libro preparado en Francia, durante su largo exilio, que Pan, hijo de Hermes y de una pastora, de donde procede lo “pánico”, y el pánico en sí, era adorado en grutas que, sin duda, amedrentaban a los incautos excursionistas que las visitaban, con el riesgo añadido de poder ser asaltado por este silvano, que gozaba por igual de ninfas y efebos.
Estamos en la Cueva de Pan, en pánico, entregados, todos, y no es consuelo, -el famoso de tontos y todos-, saber que, al final, ninguna nación ha quedado al margen. Porque a italianos y a españoles, en Europa al menos, se nos había puesto cara de tontos, al menos hace quince días. Pero ningún pueblo de la tierra ha quedado eximido de la plaga. Lo hicieran mal o peor, que bien no lo ha hecho nadie, al menos en cuanto a prevención. Los Veinticuatro músicos del Apocalipsis del Maestro Mateo de Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago afinan sus instrumentos. Bueno, son 22 músicos. Porque dos de esos ancianos sostienen una redoma, una vasija sin duda con remedios salutíferos. Se lo están pensando, ¿dejamos que siga la peste? o ¿soltamos el remedio? ¿Habrán aprendido algo? Mientras se lo piensan, esperamos.
Así las cosas, los políticos compiten en dureza, y en dramatismo. No quieren que les reprochen que su confinamiento social fue más blando que el del vecino. Los indios de la Gran Madre India expulsan a los pobres trabajadores de Delhi y otras ciudades a palos, literalmente, o les obligan a hacer sentadillas si se los encuentran desafiando la cuarentena. En España, tal vez pensando en la Hacienda pública y en la recuperación, si es que algún día la hay, nos hemos apuntado a la fiebre de la multitis, ya van por 160.000 denuncias. Desconsiderada represión, avalada y admitida por un estado de opinión mental atascado por el reino de la cifra lúgubre, que cada día sube al marcador de la Puerta del Sol el número de caídos. 
El lenguaje belicista y trágico se extiende. El presidente Sánchez, desde el Palacio de la Moncloa, dice “Resistir es vencer. Resistiremos”, evocando tal vez el “No Pasarán” del Sitio de Madrid. Y pasaron. Javier Solana, exTodo como Alto Funcionario, desde la trinchera de la cama del hospital, con el virus a cuestas, apela al Winston Churchill de la 2ª Guerra Mundial y nos recuerda aquel discurso dirigido a los Comunes “This was their finest hour”, “Esta fue su hora más hermosa”, su mejor momento, incitando a la población al combate.
Entre tanta calamidad pública, yo oscilo entre: 1) engancharme vía ordenador a los frentes de guerra, que nos pasean, de país en país, y que literalmente salpican, pues uno tiene que retirar la vista; 2) la lectura, menos mal que tenemos eso, ahora mismo estoy con dos ensayos de una de mis escritoras favoritas, Marguerite Yourcenar, que no había leído, “En pèlerin et en étranger” y “Sous bénéfice d'inventaire”, que me ha obligado a una relectura de Cavafis; con Olga Tokarczuk, y sus “Los errantes”, que tanto me recuerda a mi querido W. G. Sebald; u optar por la distracción de ver una película olvidada, o de fantasía, porque uno no está para dramas. Teresa se empeña en ponerme cada noche una película del coreano Bong Joon-ho, el de "Parásitos", supongo que para desvelarme.
Sales a la calle. Ya en la acera te tropiezas con un vecino, cargado de bolsas, a tres metros. ¿Cómo va la cosa?, te pregunta; tú, que vas a paso ligero, en tiempos en los que conviene mostrar cierta circunspección, respondes con desconfianza, no vaya a ser este un chivato colaboracionista, uno de esos llamados “policías de balcón”, que zahieren a los viandantes con insultos, y que tal vez piense, “Este sale mucho”. Casi me excuso, "es por Lissie, la pobre, que es mayor y se agobia". Menos mal que tengo a Lissie.

Diario de la peste (5, 28 de marzo)¿Arde París? No, arde el mundo

¿Arde París? No, arde el mundo
El horno sí está para bollos. Pese a la despiadada suma creciente en el marcador de los muertos, la gente aún tiene humor para inventar memes que le sacan punta a las desgracias, humor negro con un punto racista. Las cifras de estos dos últimos días son espantosas, son cientos y cientos los muertos que suben a este marcador invisible, pero muy real, que la negra ker, como diría Hesíodo, ha instalado en el kilómetro cero de la Puerta del Sol de Madrid, símbolo de la resistencia contra esta invasión alienígena. A cuenta de una gaffe del Gobierno, cuyos funcionarios, desesperados, compraron en China una partida del test del #coronavirus que, a modo de timo, resultó ser inoperativa, llegan sin parar memes que glosan la jugada, obligándonos a sonreír. En uno de ellos, junto a la imagen del test falso del Covid-19, aparece una galleta de la suerte de esas que ofrecen en los restaurantes chinos, cuando vas a pagar, una “fortune cookie”, abierta, con la tira de papel que, a modo de profecía, dice: “vas a molil” (sic). En otro, aparecen las gafas y los bigotes de Groucho Marx, esas que se pone uno en las fiestas, con la leyenda: “pues espera que lleguen las mascarillas”.
En toda guerra, -y en toda paz, que diría Noam Chomsky- la verdad es la primera víctima. Las naciones comienzan a pensar en la reputación de su marca-país, en la de su sanidad, o en no provocar el pánico, de China a EE.UU. En Francia, Alemania y en otros lugares de Europa no cuentan a los ancianos que mueren en las residencias o en sus casas, sólo a los que se les hizo prueba. España e Italia, ateridas, esconden menos la evidencia, y no extrañe que, tal y como sucedió en 1918, con la gripe, se acabe hablando “del virus del sur”. Entonces, como es sabido, en España, país neutral, se publicaban las cifras de muertos. Datos que los contendientes en la Primera Guerra Mundial ocultaban para no desmoralizar (aún más) a su población. Y nadie parece que cuenta a los otros, a los que mueren de muerte “natural” en su casa. Dicen estudios que los contagiados son cientos de miles, y que al final la tasa de mortalidad anual, la del registro civil, dirá la verdad. ¿Se sabrá todo esto algún día? Ya no son cifras, aquí en Madrid todos empezamos a saber los nombres de familias de amigos que han perdido a un ser querido. Familias a las que no podemos acompañar en el trance.
Este virus también va a acabar con los restos del ideal cosmopolita, tan maltrecho como en 1795, cuando Kant lo enunció. Y es que la solidaridad entre naciones ya se ve que flojea. Son paparruchas de maestrías en negocios internacionales de alto copete que se cuentan cuando la economía va bien, y el lema es “a forrarse sin escrúpulos”; leyendas de expertos que en Davos explican que las multinacionales no tienen patria, muy convenientes a los bancos de ese país, Suiza, que ha vivido desde hace decenios de refugiar y custodiar el dinero más negro del mundo, más negro que la propia ker. Pero ya se ve. Cuando viene una crisis de verdad, como en 2008, Obama ayuda a la industria del automóvil de Detroit, y no a la de la Zona Franca de Barcelona o la de Navarra. Igual que ahora los distribuidores de mascarillas y productos sanitarios de Francia, Alemania o China abastecen primero a sus propios ciudadanos. No se podía esperar otra cosa. Igual que ahora Holanda y Alemania les dicen a Italia y a España que les prestan dinero, sí, para que sigan comprando sus productos, pero nada de avalar deuda pública europea. Hasta allí podíamos llegar. Portugal, en cambio, nos defiende. ¡Menos mal que nos queda Portugal!, como decíamos en tiempos de La Movida, haciendo eco al grupo punk gallego "Siniestro Total".
Y menos mal que al lado de estos estadistas de charanga nacional y pandereta electoral están esos miles de voluntarios que en el Reino Unido o en España, y en tantos lugares, se apuntan para lo que sea, fontaneros que instalan en el Pabellón de Ifema de Madrid las conducciones de oxígeno, aire y vacío necesarias para los cientos de camas del hospital de emergencia, repartidores improvisados que se apuntan para llevar la fruta al vecino, o “charlistas” que donan su tiempo para hablar telefónicamente con esos ancianos solitarios que ya no tienen quien les visite -está prohibido-, ni quien les escriba, porque ya nadie escribe cartas. Y a ellos, el correo electrónico, en el caso de que lo manejen, les parece cosa de broma, una fantasmagoría.
Ahh, pero una carta de las de antes, eso es otra cosa, con el matasellos de correos, eso sí que acompaña. Y uno la puede releer en cualquier momento. Mi abuela Faustina, que perdió a su marido muy joven, en 1935, víctima de una neumonía de estas que en Europa no cuentan, guardaba una de sus últimas cartas en el pecho, y ahí la tuvo muchos años. Y de niño me la mostraba, junto a una foto fantasmal de su hermano Juanito, a quien según ella yo me parecía, fallecido con 7 u 8 años. Un refrán africano dice que cuando muere un viejo, una biblioteca arde. Porque una memoria oral desaparece. ¿Arde París? No, arde Madrid y arde el mundo. Y arden nuestros abuelos: Todo un inmenso bosque de palabras escritas en una página de humo.
Las familias naturales o de afinidad electiva, tanto da, están divididas. Según dónde te tocó cuando empezó la guerra, ahí te has quedado, confinado, tal y como sucedía en las guerras de antes. El virus levantó un muro de Berlín invisible, pero mas tupido que una tela de araña, y ahí hemos quedado inmovilizados, pegados, agitándonos, esperando a que se acerque y nos devore.
Lissie también extraña, como todos, a sus dos hermanas humanas, a mis hijas, confinadas en Cádiz. De vez en cuando rasca la puerta de sus habitaciones, que permanecen cerradas. Las busca. Ayer, el cuarto de una de ellas quedó un rato abierto, y Lissie aprovechó para subirse a la cama de Icíar, para sentir el olor de su ausencia. Nunca lo hace. Ella prefiere su estupendo colchón de IKEA-perro. Es su modo de recordarlas, de romper el confinamiento. ¿Dónde están?, parece decirme. Me viene a la cabeza el libro de Verne que yo leía de niño, la crónica de un naufragio, en la que quince escolares se quedan atrapados en una isla, “Dos años de vacaciones”. Cuando era niño, la idea me seducía. En fin, espero que no sea así.

Diario de la peste (4, 26 de marzo, Cantar en la escalera)

Cantar en la escalera
Eso es lo que hicimos ayer los vecinos, asomados a las puertas de las casas, sin salir al rellano, para darle una sorpresa a una niña del Tercero que cumplía años. Fue una iniciativa del grupo de WhatsApp vecinal. Nosotros estamos en el Primero. Era raro. La escalera de la vecindad era como el patio interior de una cárcel, se oía el “cumpleaños feliz” y luego los aplausos, pero casa uno seguía en su celda. El Estado de Alerta se prorroga quince días más. Se multiplican las voces que piden explicaciones. ¿Por qué en otros países se puede ir a correr o pasear, en solitario y aquí no? ¿Por qué se puede ir trabajar pero no se puede ir al parque? ¿Por qué se puede ir al banco, a comprar el pan, pero no se puede bajar, en tu propia urbanización o en tu pueblo, a sentarse en un banco?
Esto parece cada vez más un confinamiento social, policial. Y la imagen de las últimas comparecencias gubernamentales no ayuda. Ayer, en el Congreso de los Diputados, una vez más, Gabriel Rufián tenía más razón que un santo. Se entiende que el Comité de ministros delegue, y que los ministros no comparezcan todos los días para dar el triste parte de los cientos de muertos que se suman a los miles de contagiados. Pero la estética es importante. Trump comparece rodeado de enfermeras del Blue Cross, con la permanente muy bien hecha, o apelotonados junto en un estrado; en el Reino Unido aparecen los responsable tras tres tribunas, en Downing Street.
Italia, sufriente como ninguna otra nación, ha perdido el gusto hasta por el diseño, y suele comparecer un portavoz, a pecho descubierto, en un estrado vacío, desierto. Y el primer ministro, Giuseppe Conte, habla desde su despacho de Palazzo Chigi, muy republicano el escenario. Fue embajada de España y allí tocó Mozart. Por azares, conozco bien el lugar, está entre Plaza Colonna y Vía del Corso. Allí se levanta la Columna de Marco Aurelio, que nunca fue derribada y cuyas “Meditaciones” estoicas, que nos enseñan a aceptar lo que viene, son hoy mas necesarias que nunca. Lo visité, por dentro, hace años, junto a otros delegados internacionales, salió del Consejo a saludarnos, entonces Romano Prodi, cuando Italia pugnaba para hacerse con la candidatura de la Expo Universal de Milán, la de 2015, con el lema «Alimentar el planeta, energía para la vida». Otra ironía para esta ciudad castigada.
A lo que iba, que me pierdo, nuestras comparecencias parecen las de una Junta Militar, con todos los generales vestidos con sus galones, y el pecho cuajado de medallas, divisas y condecoraciones. Sus intervenciones alternan la velada amenaza con el estilo del parte militar. A su lado, el doctor Fernando Simón y la Secretaria General del Ministerio de Transportes, María José Rallo, se pierden y desdibujan, entre tanto entorchado. No hace falta que vayan así. Representan a un Gobierno Civil. En Francia, gusta Macron de comparecer mucho en la calle, con ruido de ambulancias detrás, dando la impresión de que está visitando los frentes de guerra, animando a los que dan la batalla en las trincheras. 
Todo, de repente, se revela frágil. La condición humana se deja ver desnuda. Y los pensamientos galopan desbocados. Cada día se hace necesario revestirse de una capa de valor para no caer en el desánimo. Al abrir los ojos, lo primero que nos preguntamos, en la cama, mi mujer y yo es: ¿estás bien? Nuestras madres tienen 89 y 93 años, está todo dicho. Cada vez que suena el teléfono, el corazón da un respingo. Hay una sensación de descontrol generalizado en España, en Europa, supongo que en el mundo. Nadie sabe nada a ciencia cierta: “Que nada se sabe” (Quod nihil scitur) escribió el médico renacentista gallego, hace 500 años. La Verdad con mayúsculas pierde peso, se hunde, como la bolsa. El fantasma de la enfermedad y la muerte hace tabla rasa con fronteras sociales. El coronavirus lo coge el Príncipe de Gales, o su porquero, como diría Juan de Mairena, por la pluma del bueno de Antonio Machado. 
Unos dicen que el virus habrá que pasarlo, sí o sí, impulsando la inmunización comunitaria. Y que el confinamiento masivo es sólo para retardar el impacto en el sistema sanitario. Los remedios que aplican unos países y otros, todos en estado de prueba, o los que proponen unos investigadores y otros, saltan a los titulares de los medios y las redes sociales en instantes. Nos llegan los titulares, pero no los remedios, claro. Todos esperamos el final feliz de esta película en la que nos han metido, como si el plasma de la pantalla nos hubiera abducido a modo de portal, y nos hubiera depositado en “Black Mirror” o en “12 Monos”. Pero resulta que es real. Y seguimos secuestrados. Los “amigos” de los protagonistas del Proces ya no protestan. Dirán, “hala, todos encerrados”. Pero Rufián, de nuevo, muy bien, el único que pidió ayer en la tribuna del Congreso que el rey emérito done 100 millones a la sanidad, para pagar las mascarillas y protecciones de esos pobres a los que todos los días aplaudimos, a las ocho de la tarde.
Al bajar hoy, me encontré con un chaval, el hijo de un vecino, que se acercó corriendo para acariciar a Lissie, como solía. No le he dicho nada, se supone que no debe hacerlo y que debe conservar la distancia social. Por suerte, l@s chic@s padecen el virus, en general, sin mayores consecuencias. Yo me alegro mucho que sea así, y no al contrario. Al cabo, hemos vivido, hemos viajado, hemos amado, en mi caso, hemos escrito algo, con mayor o peor fortuna, y todos hemos hecho algunos amigos, que ahora nos escriben, como nunca, como antes. Hoy Lissie no quería meterse sola en el parque. Se me ha plantado. “O entras tú conmigo, como siempre hacíamos, a correr, o me quedo aquí. Tú verás”, me ha dicho. “No puedo”, le he replicado, “ahora tienes que jugar tú solita. No vaya a ser que me vean los de la Junta”.

Diario de la peste (3, 25 de marzo, Ojalá estemos a tiempo)

Ojalá estemos a tiempo
Hoy sí sale el sol de verdad. Luce fuerte. Victoria de Helios, el dios primero. El que nos llevó al Finisterre. Sacamos ropa, zapatillas, las mantas y colchonetas de Lissie al balcón, y las mascarillas de un solo uso, pero que ahora son eternas. Al virus no le gustan los rayos ultravioleta, así que todo lo ponemos la sol, incluyendo las manos que hoy me arden. Con tantos líquidos que usamos para desinfectarnos, esta mañana, al volver de la calle, froté una mesa de la cocina -donde había dejado las compras del día- y los pomos de una puerta, con un producto que requiere guantes. Me equivoqué de envase. No es nada. No están las cosas para ir al médico por una reacción alérgica. "Mire, no sea tonto, y sea más cuidadoso", me dirán. "No hay que molestar". 
No, no están las cosas para molestar. Ayer noche, cerca de las doce, a través de un grupo de WhatsApp nuestra vecina estaba preguntando si teníamos gafas de buceo, mascarillas de snorkel que cubren la cara, para crear una sistema de respiración no invasiva, las que se suelen emplear para los niños. Tiene una amiga que es doctora en el Hospital Montepríncipe. Si se reunían unas cuantas, se pasaba alguien de protección civil a recogerlas.  A los enfermos les vienen muy bien, para conectar los tubos de oxígeno. Un remedio de emergencia, un parche. Es lo que hay. Nos comentó que las existencias de treinta almacenes de Decathlon se habían agotado. Este grupo de WhatsApp es cosa nueva, fruto de la guerra contra el virus. Antes, los vecinos, salvo tres o cuatro con los que nos unen afinidades, apenas organizábamos nada. Las cosas han cambiado. La encargada de la limpieza del portal, escalera y garaje no puede venir. Por seguridad, para evitar contagios. Y los vecinos nos hemos coordinado para realizar estas tareas. La echo de menos. Es una rubiachona fuerte de ojos muy claros, norteña, amiga de hacer largas caminatas de montaña. Hablamos de eso. Tiene dos perros adoptados, y adora a Lissie. Le regalé uno de mis libros sobre los Caminos de Santiago. Solidaridad básica.
Pero también egoísmos. Durante los días previos a que se declarase el Estado de Alerta y el confinamiento general, muchas familias dejaron Madrid rumbo a sus casas en la provincia, como se decía antes, con la idea de huir de la peste. Ha sucedido en muchas ciudades de Europa. Pero ahora, en algunos de estos pueblos, los alcaldes quieren que estos incómodos vecinos se vayan, no quieren que les coman lo suyo, por si se acaba, algunos han publicado bandos para que, en todo caso, esos forasteros no puedan salir de sus casas, bajo amenaza de multa. Eso sí, cuando las cosas iban bien, esos mismos alcaldes se peleaban entre ellos para que los vecinos de Madrid, Barcelona, Bilbao y otras ciudades ricas acudieran a sus pueblos para comprar segundas residencias, o a hacer turismo rural. 
Y comienzan las delaciones, reflejadas en algunos medios como algo encomiable. Hoy una señora aplaude a un policía que le pega una bofetada a un joven que estaba en la calle tomándose una cerveza, brutalidad. Otro vecino denuncia a un grupo que se reunía en un gimnasio; otro avisa a la policía de que unos vecinos se turnaban entre sí para sacar al mismo perro, y de paso para pasearse ellos. Terrible el vecino delator, que se cree un gran ciudadano. Y terrible que la policía monte un operativo clandestino de vigilancia para descubrir el engaño. Leemos que ya se han puesto en España más de 100.000 denuncias y multas contra los paseantes. Un porcentaje brutal. Ayer noche, estaba con Lissie en la calle, ella sobre un césped que yo no puedo pisar; yo sobre la acera. Un coche patrulla pasó por la calle y se detuvo a mi espalda, dos largos minutos, observando por si cruzaba la raya imaginaria. Me ha sucedido ya dos veces.. Dentro de poco, la retórica que alaba sin cesar en los telediarios el heroico comportamiento del pueblo español , de sus cuerpos policiales y de sus fuerzas armadas, dará paso a críticas y censuras verbales contra los derrotismos, y tal vez contra los que escribimos notas como esta, ambivalentes, tibias en todo caso. En las guerras no puede haber medias tintas. Distopías y escenarios de guerras que veíamos por Netflix y HBO, ya están aquí, entre nosotros, anticipando el futuro inmediato. A mi cabeza acuden, a vuela pluma, "1984" y el gran hermano de George Orwell; "Fahrenheit 451" de Ray Bradbury y las quemas de libros; "El Mundo Feliz" de Aldous Huxley, y las dudosas utopías "Los desposeídos" de Ursula K. Le Guin y "Los quinientos millones de la Begún" de Julio Verne. Y "A Sangre y Fuego", de Manuel Chaves Nogales. Cada uno puede hacer su lista.
Como en los tiempos de las viejas pestes, el virus ataca a ricos y pobres, sabios y legos, poderosos y humildes. En España ya hay varios ministros contagiados y saltan a la prensa los nombres de ciudadanos famosos fallecidos. Pero los jóvenes se salvan. Hasta sesenta años, el riesgo de complicaciones pulmonares o de mortalidad es más bien bajo. A partir de ahí, la cosa se complica de año en año. Yo tengo sesenta justos. Estoy ahí, sobre el quicio de la puerta, al borde del precipicio. Pero la juventud es inmortal. Lo veo por la calle. Los jóvenes mocetones, repartidores, transportistas, a los que debemos agradecer mucho que sigan aprovisionando nuestras neveras, se sientan en la acera, para comerse sus bocadillos y reír. Hacen bromas, guardan la distancia social de un metro, pero esto no va con ellos. Se nota. Así es la enfermedad de la juventud, arrolladora, poderosa, pero no es para siempre.
Lo más seguro es que esta crisis, -tal y como sucedió en la otra, la de 2008-, se lleve por delante a casi todos los gobiernos que ahora están en el poder, lo hagan bien o mal. La gente se volverá contra quien los ha confinado en casa, en arresto domiciliario. Se querrá pasar página, olvidar el miedo, y volver a la vida. Es un clásico. El sacrificio del héroe salvador. Hoy por fin ha aparecido Europa. Después de semanas sin reaccionar en serio, hoy, de la mano de Ursula Von der Leyen, la presidenta de la Comisión se anuncia un gran plan de compras de material sanitario y otro de financiación de la economía, masivo. Ya era hora. Esta señora de sesenta y un años, doctora, con siete hijos, y claro, mira hacia el futuro, de manera natural. Ojalá sea profético. Y estemos a tiempo. #coronavirus

Diario de la peste (2, 24 de marzo, Madrid, sale el sol)

Madrid, sale el sol
Bueno, es un decir, es otra fake news, una noticia falsa más, un bulo de esos que difunden toda una suerte de ociosos que ahora están encerrados en sus casas, inaprensivos, adictos a las teorías de las conspiraciones y graciosos..., incapaces de leer un libro y aislarse.  Cada día recibimos decenas de correos de procedencia dudosa, que se suman a los de los expertos, recomendaciones oficiales, oficiosas, que proceden de unos países y otros. Nos explican cómo debemos prevenir el contagio, lo que este país hizo bien y el otro mal, lo que teníamos que haber hecho hace un mes, suspender la Manifestación del 8M y la Liga de Fútbol. Pero ya está hecho. No se puede volver atrás.
Es lo que Diderot, en La Paradoja del Comediante,  llamaba “el pensamiento de la escalera” (l´esprit de l´escalier) ..., cuando al bajar del escenario nos acordamos de algo que no dijimos, pero ya no vale. Haberlo pensado antes. Esta crisis está llena de esos pensamientos tardíos, a posteriori, que nos recuerdan lo que no hicimos. Pero es verdad que hoy, por fin, sí ha salido el sol, en Madrid, entreverando los nubarrones cargados y el cielo de panza de burro que se había posado sobre esta ciudad famosa, precisamente, por sus altos cielos azules, velazqueños, estos días más bien goyescos, de la serie de Los desastres de la Guerra. Cielos inclementes por los que el sol se ha abierto camino esta tarde, trayendo esperanza, inevitable, la luz es así.
Son las ocho de la tarde en punto, como otras ciudades del mundo, nos asomamos a los balcones y a las ventanas para agradecer a todos los gremios que salen a la calle para jugarse el tipo por nosotros, pero por encima de todos, a los de la sanidad, miles de héroes y heroínas con nombre y apellido que no cabrán en una placa. Me encuentro a un amigo de la infancia, médico de familia, en la cola de un supermercado. Hay cola porque sólo pueden entrar, en este, quince personas al tiempo, para mantener la distancia social de dos metros que mantengo con mi compañero de colegio. Hace 45 años que lo fuimos. Me dice que es terrible, que falta de todo, equipos, mascarillas. A él están a punto de movilizarlo. Se lo llevan al hospital de campaña que han instalado en el recinto ferial de IFEMA. A los médicos de ambulatorio ya no los necesitan allí. La enfermedades leves han desaparecido. O no cuentan ahora.
Hoy ha sido un día terrible, los muertos se cuentan por varios centenares y las morgues no dan abasto para alojarlos en su provisional camino al cementerio, o al crematorio. Se han prohibido los velatorios para los fallecidos por el coronavirus. Miedo al contagio. Y el ayuntamiento ha abierto el Palacio Municipal de Hielo para que los militares de la UME los depositen sobre la inmaculada pista donde ahora, en otro mundo, en otra dimensión, deberían estar los niños patinando. Quiero pensar que sus presencias están ahí, junto a las presencias reales de los mismos abuelos que hace apenas unas semanas los llevaban allí a patinar. Y patinan para ellos, las presencias de los niños, para sus abuelos, que ya son fantasmas, en esa despedida helada. Patinan en silencio. Porque hoy no ponen música en el Palacio de Hielo.
Lissie está extrañada, su mundo ha cambiado, ya no vamos a ver a mi madre ni a su hermanastra gata, a Blackie. Acostumbrada a nuestros largos paseos por Arroyo Pozuelo, para levantar conejos y perseguirlos. Bueno, otra noticia falsa, la pobre nunca ha alcanzado a ninguno, a su edad, le pasa como Aquiles con la tortuga en aquello que contaba el viejo Zenón de Elea. Sí, Lissie está extrañada de estos paseos que damos ahora, entrecortados, a saltitos, donde yo la acompaño con cierto disimulo, para que no piensen que estoy corriendo, que eso está prohibido, y para no suscitar la envidia o la rabia de quienes me miran por las ventanas, los que no tienen perrito. Trotamos, paramos, seguimos. Otra vez paramos. Lissie me mira, ¿pero qué demonios pasa? Pero tal vez para ella es suficiente, la pobre estuvo casi 10 años encadenada, 10 años de esclavitud, casi como la película, hasta que la liberamos.
Cae la noche. El silencio en la ciudad, por la noche, es ominoso. También está lleno de presencias. A veces salgo también tarde, muy tarde, por no encontrarme con nadie. Mejor. El último paseo del día. Lissie se queda mirando fijamente a la oscuridad, indagando, en posición de alerta. No comprende nada. Escucha atentamente el silencio. No hay nadie, le digo, no te preocupes. Hace pis rápido. Quiere volver. El silencio en el campo, que ella conoce muy bien, está lleno de vida, de movimientos celestes y terrestres que acomodan ese silencio, que le dan sentido. El silencio en la ciudad es distinto. Nunca lo había sentido así. La distancia trae extraños zumbidos que proceden sin duda de antenas repetidoras e instalaciones de energía que antes era imposible oír. Porque la ciudad, en su vida normal, se halla tan poblada de su propia música -el ir y venir de la fragua de Vulcano- que se hace imposible escuchar el silencio.
Decir “la ciudad en silencio” es un oxímoron, una imposibilidad. Salvo que pensemos en una ciudad abandonada por sus habitantes, como les sucedió a los mayas, -mis profesores de antropología de América explicaban ese enigma en el aula-, cuando abandonaron sus ciudades y templos, y volvieron a las selvas, ¿por otro virus? ¿Nos pasará a nosotros? Volverán entonces los animales a sus vaguadas, a sus viejos montes, pues su memoria de especie no ha olvidado los regatos donde bebían antes de que los humanos les expulsaran; el desastre nuclear Chernóbil es un anticipo, los lobos, los gamos, todos regresan y ocupan las plazas y los edificios abandonados. Lissie me mira profundamente, quiere decirme algo; no entiende nada. Nosotros tampoco. Quizá todo esto es un ensayo. O un aviso. Espero que sepamos interpretarlo. Vienen tiempos que van a cambiar los tiempos...

Diario de la peste (1, 20 de marzo)

Me pregunta Manu Zuazu, hija de Marga Ezcurra y de Miguel, navarro descendiente de los Espoz y Mina, desde Argentina, que ¿qué tal estamos? Respondo aquí: "Querida Manu, qué decirte: Madrid es una ciudad sitiada, llena de bulos, noticias ciertas e inciertas que se mezclan en las redes sociales con los avisos oficiales de autoridades varias, de consejos que se desdicen unos a otros, los hay para quienes tenemos perro, para mayores, para gente con dolencias varias, las calles están vacías, con paseantes de rostro torvo que se cruzan de acera al verte venir, que se alejan con miedo, la novedad de los primeros días cede al desaliento de ver que esto es para muy largo, tal vez para quedarse, así son las guerras, se empieza desfilando y luego comienzan a llegar los muertos, y luego uno ya no recuerda bien cómo empezó todo, yo hago el esfuerzo de decir hola, o buenos días con quien me cruzo, que en mi barrio son pocos, muy pocos, todos con perro, o con una bolsa de alimentos, las coartadas legales que permiten salir a la calle, para que no te multen haciendo uso de esa Ley Mordaza que no pudimos quitar, porque no hubo tiempo en la legislatura o voluntad, y ahora está aquí también para quedarse y para permitir que se pongan las multas más altas de Europa, es que somos muy ricos los españolitos, los amigos te llaman, ¿vas a ver a tu madre?, no te olvides de llevar su carnet fotocopiado por si te paran.
¿Dónde tengo el carnet de mi madre? Tiene 94 años. Hace tres días me preguntó que por qué iba yo disfrazado. No está bien de la cabeza, claro, tiene lagunas o lagos o mares, pero de repente es de una claridad total. Le dije que era sábado de carnaval y que todo el mundo va distrazado de enfermo. Me dijo que ella no pensaba disfrazarse de enferma, que era un traje horrible. Le mostré una mascarilla, la última, que había conseguido gracias a un amigo veterinario. Le gustó. Me dijo, bueno, es muy bonita, igual me la pongo si salgo... En el parque de Arroyo Pozuelo, en Aravaca, que está cercado con cintas policiales para que la gente no entre, como sucede en todos los parques de Madrid, -pero no en los de otros países, donde la gente, guardando una distancia, puede pasear-, he visto una bandada de cuervos posada sobre el verde. Donde antes había niños y abuelos que esperaban con la merienda a que los padres volvieran del trabajo ahora hay cuervos. Siempre hubo urracas y cotorras argentinas, esas que el ayuntamiento quería eliminar, acusadas de ser una especie invasora, y que tal vez ahora tendrán una oportunidad. Tiene su “gracia” eso que, desde aquí, acusemos a un especie americana de ser “invasora”. Los cuervos son muy listos, y no se fían de los humanos, con razón. Pero ahora ven que pueden bajar a comer semillas. El cuervo oteador, el vigilante, en un alto, me observa. Sabe que no puedo atravesar el cordón policial. En una semana han reocupado el espacio dejado por los niños, que ahora están en sus casas, machacados con miles de tareas que les mandan sus profesores, y otros deberes que les caen de aquí y de allá, y miles de consejos, en las redes, para que el día de mañana sean chic@s útiles a la sociedad. Son días de plomo, como el cielo de estos días de Madrid. Nos enviamos constantes mensajes de ánimo, los un@s a los otr@s. Sabemos la que está cayendo. Y preguntamos por este o por aquel. Nos damos el parte de amigos y conocidos que han caído enfermos. El único momento de expansión social se produce por las tardes, a las 8, o las 9. De las manifestaciones en las calles hemos pasado a las caceroladas o a los aplausos en los balcones, pero no todos tienen balcones, aquellos "setenta balcones sin ninguna flor" de vuestro poeta Baldomero Fernández Moreno, que yo recitaba de niño, porque el estilo internacionalista y los especuladores dejaron de hacer balcones, ahora una casa con balcón es un lujo, como sucedía en los ochenta en Argentina, con una casa que tenía línea telefónica, en fin, salimos a los balcones, con el patio de butacas del teatro vacío, aplaudimos a los médicos y sanitarios, que se la están jugando, que están muriendo, y damos caceroladas contra unos y otros, según las causas, y contra el rey, por los latrocinios de su padre, y contra el tedio, hay otros que cantan, siguiendo a los napolitanos, pero eso es belcanto, otra cosa, yo me fijo en los niños que se asoman, los que no tienen balcón, y en los viejitos de una residencia de ancianos de la Avenida del Talgo, que está de camino a un supermercado pequeño donde hago la compra, desde allí me miran, pero ellos no pueden ni abrir la ventana, hermética, muy moderna, y esperan. Esperan. La prensa publica que en caso de colapso las UCIs recibirán sólo a las personas con más esperanza de vida. Yo por su acera camino de prisa, con la bolsa y el ticket de la compra, por si me paran, para demostrar que sólo has salido para comprar alimentos. Me da por pensar que recordarán los tiempos en los que ellos podían caminar a paso rápido, y eran libres. Hay miedo en las calles, sí, pero nuestra obligación, nos la repetimos, nos la repiten, es mostrar entereza, y aguantar el golpe, venga de donde venga. Es la verdad.
La semana pasada, poco antes de declararse el Estado de Alerta, murió nuestra gatita, Blackie, con catorce años, de un ataque al corazón, de repente, en el jardín de casa de mi madre. No se quiso quedar para ver esto. Mi madre no lo sabe. Le dijimos que está con mis hijas, ahh, me dijo, la tratarán como a una reina. Era una gatita que traía suerte. La enterramos de prisa, en una ceremonia improvisada, cada una de mis hijas depositó una paletada de tierra sobre la pequeña fosa, y luego colocamos sobre su cuerpo una pequeña vieira de Santiago, para que renazca, en otro momento, más feliz, cuando los niños y los abuelos regresen al parque. #coronavirus P.S. Añado una foto de Blackie en sus últimos tiempos; y una de joven moza, en La Montaña, cazadora contumaz de topillos de campo y de pajarillos, esto último contra nuestro consejo. Pero estaba en su naturaleza...