Cantar en la escalera
Eso es lo que hicimos ayer los vecinos, asomados a las puertas de las casas, sin salir al rellano, para darle una sorpresa a una niña del Tercero que cumplía años. Fue una iniciativa del grupo de WhatsApp vecinal. Nosotros estamos en el Primero. Era raro. La escalera de la vecindad era como el patio interior de una cárcel, se oía el “cumpleaños feliz” y luego los aplausos, pero casa uno seguía en su celda. El Estado de Alerta se prorroga quince días más. Se multiplican las voces que piden explicaciones. ¿Por qué en otros países se puede ir a correr o pasear, en solitario y aquí no? ¿Por qué se puede ir trabajar pero no se puede ir al parque? ¿Por qué se puede ir al banco, a comprar el pan, pero no se puede bajar, en tu propia urbanización o en tu pueblo, a sentarse en un banco?
Esto parece cada vez más un confinamiento social, policial. Y la imagen de las últimas comparecencias gubernamentales no ayuda. Ayer, en el Congreso de los Diputados, una vez más, Gabriel Rufián tenía más razón que un santo. Se entiende que el Comité de ministros delegue, y que los ministros no comparezcan todos los días para dar el triste parte de los cientos de muertos que se suman a los miles de contagiados. Pero la estética es importante. Trump comparece rodeado de enfermeras del Blue Cross, con la permanente muy bien hecha, o apelotonados junto en un estrado; en el Reino Unido aparecen los responsable tras tres tribunas, en Downing Street.
Italia, sufriente como ninguna otra nación, ha perdido el gusto hasta por el diseño, y suele comparecer un portavoz, a pecho descubierto, en un estrado vacío, desierto. Y el primer ministro, Giuseppe Conte, habla desde su despacho de Palazzo Chigi, muy republicano el escenario. Fue embajada de España y allí tocó Mozart. Por azares, conozco bien el lugar, está entre Plaza Colonna y Vía del Corso. Allí se levanta la Columna de Marco Aurelio, que nunca fue derribada y cuyas “Meditaciones” estoicas, que nos enseñan a aceptar lo que viene, son hoy mas necesarias que nunca. Lo visité, por dentro, hace años, junto a otros delegados internacionales, salió del Consejo a saludarnos, entonces Romano Prodi, cuando Italia pugnaba para hacerse con la candidatura de la Expo Universal de Milán, la de 2015, con el lema «Alimentar el planeta, energía para la vida». Otra ironía para esta ciudad castigada.
A lo que iba, que me pierdo, nuestras comparecencias parecen las de una Junta Militar, con todos los generales vestidos con sus galones, y el pecho cuajado de medallas, divisas y condecoraciones. Sus intervenciones alternan la velada amenaza con el estilo del parte militar. A su lado, el doctor Fernando Simón y la Secretaria General del Ministerio de Transportes, María José Rallo, se pierden y desdibujan, entre tanto entorchado. No hace falta que vayan así. Representan a un Gobierno Civil. En Francia, gusta Macron de comparecer mucho en la calle, con ruido de ambulancias detrás, dando la impresión de que está visitando los frentes de guerra, animando a los que dan la batalla en las trincheras.
Todo, de repente, se revela frágil. La condición humana se deja ver desnuda. Y los pensamientos galopan desbocados. Cada día se hace necesario revestirse de una capa de valor para no caer en el desánimo. Al abrir los ojos, lo primero que nos preguntamos, en la cama, mi mujer y yo es: ¿estás bien? Nuestras madres tienen 89 y 93 años, está todo dicho. Cada vez que suena el teléfono, el corazón da un respingo. Hay una sensación de descontrol generalizado en España, en Europa, supongo que en el mundo. Nadie sabe nada a ciencia cierta: “Que nada se sabe” (Quod nihil scitur) escribió el médico renacentista gallego, hace 500 años. La Verdad con mayúsculas pierde peso, se hunde, como la bolsa. El fantasma de la enfermedad y la muerte hace tabla rasa con fronteras sociales. El coronavirus lo coge el Príncipe de Gales, o su porquero, como diría Juan de Mairena, por la pluma del bueno de Antonio Machado.
Unos dicen que el virus habrá que pasarlo, sí o sí, impulsando la inmunización comunitaria. Y que el confinamiento masivo es sólo para retardar el impacto en el sistema sanitario. Los remedios que aplican unos países y otros, todos en estado de prueba, o los que proponen unos investigadores y otros, saltan a los titulares de los medios y las redes sociales en instantes. Nos llegan los titulares, pero no los remedios, claro. Todos esperamos el final feliz de esta película en la que nos han metido, como si el plasma de la pantalla nos hubiera abducido a modo de portal, y nos hubiera depositado en “Black Mirror” o en “12 Monos”. Pero resulta que es real. Y seguimos secuestrados. Los “amigos” de los protagonistas del Proces ya no protestan. Dirán, “hala, todos encerrados”. Pero Rufián, de nuevo, muy bien, el único que pidió ayer en la tribuna del Congreso que el rey emérito done 100 millones a la sanidad, para pagar las mascarillas y protecciones de esos pobres a los que todos los días aplaudimos, a las ocho de la tarde.
Al bajar hoy, me encontré con un chaval, el hijo de un vecino, que se acercó corriendo para acariciar a Lissie, como solía. No le he dicho nada, se supone que no debe hacerlo y que debe conservar la distancia social. Por suerte, l@s chic@s padecen el virus, en general, sin mayores consecuencias. Yo me alegro mucho que sea así, y no al contrario. Al cabo, hemos vivido, hemos viajado, hemos amado, en mi caso, hemos escrito algo, con mayor o peor fortuna, y todos hemos hecho algunos amigos, que ahora nos escriben, como nunca, como antes. Hoy Lissie no quería meterse sola en el parque. Se me ha plantado. “O entras tú conmigo, como siempre hacíamos, a correr, o me quedo aquí. Tú verás”, me ha dicho. “No puedo”, le he replicado, “ahora tienes que jugar tú solita. No vaya a ser que me vean los de la Junta”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario