Salir a cuatro patas
“Éramos felices y no lo sabíamos” es una frase antigua que circula en casi todos los idiomas, sin dueño conocido, y en varias versiones, y que hoy describe nuestro mundo. Tiene un regusto a los conocidos versos de Jaime Gil de Biedma, “Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde”. La contra-versión más conocida de la frase es de Rudyard Kipling: “No sólo éramos felices, sino que lo sabíamos”, escrita a finales del siglo XIX, por la época en la que bosquejaba El Libro de la Selva.
Así es la vida, que cuando empieza a ser amenazada de verdad se revela como diamantina hasta para el forzado remero de galera, que ahora echará de menos el tambor que marcaba el ritmo de la boga, y el salitre del mar libre que le llegaba. Porque mientras remaba, soñaba con la liberación, o con el pasado. Lo sabía Juana de Ibarbourou, Juana de América, cuando a su “carcelero” le decía: “¡Y toda mi celda tendrá la fragancia/ De un inmenso ramo de rosas de Francia!”
A veces cuesta sentarse aquí a escribir. Porque escribir es recordar lo que está pasando. No sé cómo lo hacen los médicos y sanitarios en el frente de la Tercera Guerra Mundial contra el enemigo invisible, cuando finaliza su turno. Me los imagino sudados, agotados, como los remeros mentados, desinfectándose y partiendo hacia casa para descansar, es un decir, sabiendo que al día siguiente hay que volver a remar. Por analogía, cuando uno está muy metido en algo, sé lo complicado que es desconectar. Pero no me puedo imaginar esto. Es imposible. En las escuelas de medicina y enfermería de la civilizada Europa Occidental, capital Bruselas, esa misma que de momento no está ni se la espera, no les entrenan para eso. Es decir, para que se les mueran los enfermos, uno sí, y el de al lado también. Porque hoy, de nuevo, han sido centenares los contados en el marcador imaginario de la Puerta del Sol, donde las banderas, a media asta, tendrían que ondear no tres días, sino tres años o más, uno por cada muerto mal despedido. Y todavía quedan por verse los que no están contados, los que han muerto sin diagnóstico, en las residencias de mayores, o en su casa.
Estamos como l@s chic@s de antes, a los que se castigaba con “no salir a la calle”, cuando hacían alguna trastada. Toda la humanidad está castigada. ¿Qué trastada hemos hecho? Ahh. Desde hace días se nos repite la cantinela de que ya se ha alcanzado el llamado pico del contagio, que es ahora una meseta, y que arriba estamos haciendo cuerda. A partir de ahí, por seguir con la metáfora montañera, vamos a comenzar a descender, viendo decrecer el número de contagiados y fallecidos. Sí, todo lo que sube tiene que bajar, ya veremos a qué coste.
Es una cantinela que parece un “cuento chino”, tan chino como ese virus del que no se sabe si se le ha escapado a un aprendiz de brujo, o nos lo ha pasado un pangolín, una especie de armadillo en peligro de extinción que así se venga de sus depredadores humanos. Las pantallas planas de las redes también tosen y esparcen teorías conspiratorias, científicas y médicas que compiten por explicar el origen del virus; o su prevención. Sobre esto seguimos en ascuas, en el Lejano Oriente, en general, por ejemplo, recomiendan llevar la mascarilla siempre en la calle. No así en Occidente. Mientras, los gobiernos del mundo compiten por hacerse con los alijos de materiales sanitarios, que en ocasiones se revenden y recompran, o se paralizan en pleno transporte, para redirigirlo a otro destino. Así están las cosas.
En cuanto a los casos graves, nos hablan de los protocolos que se han puesto en marcha, para decidir quién tiene derecho a respirador o quién será trasladado a una UCI para recibir cuidados intensivos. Los octogenarios y nonagenarios tienen menos oportunidades. El Protocolo, muy aséptico, nos dice que se hace así para salvar a los más jóvenes, con más años por delante. Pero los muertos tienen nombre y apellido. Porque uno no piensa en la muerte. Sino en nuestra muerte, o en la de nuestra madre, o en la de un hermano, o un amigo. Es mayor, era mayor, ya había vivido mucho, nos consuelan. Magro consuelo.
Entre los muertos sin nombre y mal despedidos, sin velatorio, ayer se han ido con la mayoría -porque desde el origen de la humanidad hay más muertos que vivos- dos ancianos estupendos, que hasta hace pocas fechas estaban muy lúcidos, contando sus experiencias, desafiando el protocolo hospitalario de los desahucios exprés que se ha puesto en marcha. Rafael Gómez Nieto, con 98, almeriense que entró en París en el tanque Guernica, liberando la ciudad con La Nueve, división republicana bajo el mando del general Leclerc. Y Suzanne Hoylaerts, belga de 90 años, que cedió voluntariamente su respirador para salvar a alguien más joven, asegurando que había tenido una vida larga. El gesto de esta señora vale por todo un protocolo de generosidad.
Por eso mismo hay que poner nombres y apellidos a las cifras que nos espetan a la cara. Porque detrás de cada cifra hay una valiosa vida para alguien, aunque sólo fuera a durar un mes más. ¿Y quién no nos dice que un solo mes de Rafael o de Suzanne vale por un siglo de algunos que no quiero mentar?
Estos días uno observa las señales que emite el cuerpo con sospecha; como si se tratara de un radar o detector del virus que nos acosa, embozado en alguna gotita de Pflügge, que así se llaman esos microesputos aéreos que soltamos al toser o al estornudar. Nos duele la cabeza, y nos ponemos en guardia. Te duele el estómago y acudes al baño dos o tres veces, demasiado seguido. Ahh, me digo, tal vez por eso era por lo que los avisados y aguilillas de turno se encerraron con cientos de rollos de papel higiénico. Lo sabían.
Quién no te dice que pese a todas las cautelas, tal vez el microesputo se le ha escapado al vecino de arriba, un policía de balcón que ya ha pegado dos voces, estos días, a un desafiante flâneur, como si supiera acaso que aquel pasea para comprar o para olvidar, que es casi lo mismo. Sí, cuidado con salir al balcón a aplaudir o dar cacerolazos contra los políticos, no sea que se despeñe -en vez de la cifra de infectados-, un microesputo del vecino-policía de arriba, o el vecino mismo, que tal vez fuera lo mejor.
Por eso yo me asomo con Lissie, a deshoras, cuando no hay ruido. A ella le gusta verlo todo o mas bien imaginarlo, porque anda mal de la vista, con algo de cataratas, y gasta flequillo largo sobre los ojos. Justin Lissie disfruta mirando las nubes, los árboles que se mueven, y los pájaros, para ella fugaces sombras, tal vez conejos voladores, pensará, que es en lo que ella sueña, para cuando nos liberen. Sí, es como la vieja del visillo, por eso la saco al balcón. Eso no está prohibido. Dicen que esto va a durar todo abril, “y lo que te rondaré, morena”. En la prensa, nos cuentan los tenderos que los acaparadores se han pasado al vino y a la cerveza, el viejo remedio, ya se sabe, trincar para olvidar. Hacen bien. Se trata de salir de esta, aunque sea a cuatro patas. Como Lissie, y pronto como todos.
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