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To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

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Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

viernes, 10 de abril de 2020

Diario de la peste (5, 28 de marzo)¿Arde París? No, arde el mundo

¿Arde París? No, arde el mundo
El horno sí está para bollos. Pese a la despiadada suma creciente en el marcador de los muertos, la gente aún tiene humor para inventar memes que le sacan punta a las desgracias, humor negro con un punto racista. Las cifras de estos dos últimos días son espantosas, son cientos y cientos los muertos que suben a este marcador invisible, pero muy real, que la negra ker, como diría Hesíodo, ha instalado en el kilómetro cero de la Puerta del Sol de Madrid, símbolo de la resistencia contra esta invasión alienígena. A cuenta de una gaffe del Gobierno, cuyos funcionarios, desesperados, compraron en China una partida del test del #coronavirus que, a modo de timo, resultó ser inoperativa, llegan sin parar memes que glosan la jugada, obligándonos a sonreír. En uno de ellos, junto a la imagen del test falso del Covid-19, aparece una galleta de la suerte de esas que ofrecen en los restaurantes chinos, cuando vas a pagar, una “fortune cookie”, abierta, con la tira de papel que, a modo de profecía, dice: “vas a molil” (sic). En otro, aparecen las gafas y los bigotes de Groucho Marx, esas que se pone uno en las fiestas, con la leyenda: “pues espera que lleguen las mascarillas”.
En toda guerra, -y en toda paz, que diría Noam Chomsky- la verdad es la primera víctima. Las naciones comienzan a pensar en la reputación de su marca-país, en la de su sanidad, o en no provocar el pánico, de China a EE.UU. En Francia, Alemania y en otros lugares de Europa no cuentan a los ancianos que mueren en las residencias o en sus casas, sólo a los que se les hizo prueba. España e Italia, ateridas, esconden menos la evidencia, y no extrañe que, tal y como sucedió en 1918, con la gripe, se acabe hablando “del virus del sur”. Entonces, como es sabido, en España, país neutral, se publicaban las cifras de muertos. Datos que los contendientes en la Primera Guerra Mundial ocultaban para no desmoralizar (aún más) a su población. Y nadie parece que cuenta a los otros, a los que mueren de muerte “natural” en su casa. Dicen estudios que los contagiados son cientos de miles, y que al final la tasa de mortalidad anual, la del registro civil, dirá la verdad. ¿Se sabrá todo esto algún día? Ya no son cifras, aquí en Madrid todos empezamos a saber los nombres de familias de amigos que han perdido a un ser querido. Familias a las que no podemos acompañar en el trance.
Este virus también va a acabar con los restos del ideal cosmopolita, tan maltrecho como en 1795, cuando Kant lo enunció. Y es que la solidaridad entre naciones ya se ve que flojea. Son paparruchas de maestrías en negocios internacionales de alto copete que se cuentan cuando la economía va bien, y el lema es “a forrarse sin escrúpulos”; leyendas de expertos que en Davos explican que las multinacionales no tienen patria, muy convenientes a los bancos de ese país, Suiza, que ha vivido desde hace decenios de refugiar y custodiar el dinero más negro del mundo, más negro que la propia ker. Pero ya se ve. Cuando viene una crisis de verdad, como en 2008, Obama ayuda a la industria del automóvil de Detroit, y no a la de la Zona Franca de Barcelona o la de Navarra. Igual que ahora los distribuidores de mascarillas y productos sanitarios de Francia, Alemania o China abastecen primero a sus propios ciudadanos. No se podía esperar otra cosa. Igual que ahora Holanda y Alemania les dicen a Italia y a España que les prestan dinero, sí, para que sigan comprando sus productos, pero nada de avalar deuda pública europea. Hasta allí podíamos llegar. Portugal, en cambio, nos defiende. ¡Menos mal que nos queda Portugal!, como decíamos en tiempos de La Movida, haciendo eco al grupo punk gallego "Siniestro Total".
Y menos mal que al lado de estos estadistas de charanga nacional y pandereta electoral están esos miles de voluntarios que en el Reino Unido o en España, y en tantos lugares, se apuntan para lo que sea, fontaneros que instalan en el Pabellón de Ifema de Madrid las conducciones de oxígeno, aire y vacío necesarias para los cientos de camas del hospital de emergencia, repartidores improvisados que se apuntan para llevar la fruta al vecino, o “charlistas” que donan su tiempo para hablar telefónicamente con esos ancianos solitarios que ya no tienen quien les visite -está prohibido-, ni quien les escriba, porque ya nadie escribe cartas. Y a ellos, el correo electrónico, en el caso de que lo manejen, les parece cosa de broma, una fantasmagoría.
Ahh, pero una carta de las de antes, eso es otra cosa, con el matasellos de correos, eso sí que acompaña. Y uno la puede releer en cualquier momento. Mi abuela Faustina, que perdió a su marido muy joven, en 1935, víctima de una neumonía de estas que en Europa no cuentan, guardaba una de sus últimas cartas en el pecho, y ahí la tuvo muchos años. Y de niño me la mostraba, junto a una foto fantasmal de su hermano Juanito, a quien según ella yo me parecía, fallecido con 7 u 8 años. Un refrán africano dice que cuando muere un viejo, una biblioteca arde. Porque una memoria oral desaparece. ¿Arde París? No, arde Madrid y arde el mundo. Y arden nuestros abuelos: Todo un inmenso bosque de palabras escritas en una página de humo.
Las familias naturales o de afinidad electiva, tanto da, están divididas. Según dónde te tocó cuando empezó la guerra, ahí te has quedado, confinado, tal y como sucedía en las guerras de antes. El virus levantó un muro de Berlín invisible, pero mas tupido que una tela de araña, y ahí hemos quedado inmovilizados, pegados, agitándonos, esperando a que se acerque y nos devore.
Lissie también extraña, como todos, a sus dos hermanas humanas, a mis hijas, confinadas en Cádiz. De vez en cuando rasca la puerta de sus habitaciones, que permanecen cerradas. Las busca. Ayer, el cuarto de una de ellas quedó un rato abierto, y Lissie aprovechó para subirse a la cama de Icíar, para sentir el olor de su ausencia. Nunca lo hace. Ella prefiere su estupendo colchón de IKEA-perro. Es su modo de recordarlas, de romper el confinamiento. ¿Dónde están?, parece decirme. Me viene a la cabeza el libro de Verne que yo leía de niño, la crónica de un naufragio, en la que quince escolares se quedan atrapados en una isla, “Dos años de vacaciones”. Cuando era niño, la idea me seducía. En fin, espero que no sea así.

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