Me pregunta Manu Zuazu, hija de Marga Ezcurra y de Miguel, navarro descendiente de los Espoz y Mina, desde Argentina, que ¿qué tal estamos? Respondo aquí: "Querida Manu, qué decirte: Madrid es una ciudad sitiada, llena de bulos, noticias ciertas e inciertas que se mezclan en las redes sociales con los avisos oficiales de autoridades varias, de consejos que se desdicen unos a otros, los hay para quienes tenemos perro, para mayores, para gente con dolencias varias, las calles están vacías, con paseantes de rostro torvo que se cruzan de acera al verte venir, que se alejan con miedo, la novedad de los primeros días cede al desaliento de ver que esto es para muy largo, tal vez para quedarse, así son las guerras, se empieza desfilando y luego comienzan a llegar los muertos, y luego uno ya no recuerda bien cómo empezó todo, yo hago el esfuerzo de decir hola, o buenos días con quien me cruzo, que en mi barrio son pocos, muy pocos, todos con perro, o con una bolsa de alimentos, las coartadas legales que permiten salir a la calle, para que no te multen haciendo uso de esa Ley Mordaza que no pudimos quitar, porque no hubo tiempo en la legislatura o voluntad, y ahora está aquí también para quedarse y para permitir que se pongan las multas más altas de Europa, es que somos muy ricos los españolitos, los amigos te llaman, ¿vas a ver a tu madre?, no te olvides de llevar su carnet fotocopiado por si te paran.
¿Dónde tengo el carnet de mi madre? Tiene 94 años. Hace tres días me preguntó que por qué iba yo disfrazado. No está bien de la cabeza, claro, tiene lagunas o lagos o mares, pero de repente es de una claridad total. Le dije que era sábado de carnaval y que todo el mundo va distrazado de enfermo. Me dijo que ella no pensaba disfrazarse de enferma, que era un traje horrible. Le mostré una mascarilla, la última, que había conseguido gracias a un amigo veterinario. Le gustó. Me dijo, bueno, es muy bonita, igual me la pongo si salgo...
En el parque de Arroyo Pozuelo, en Aravaca, que está cercado con cintas policiales para que la gente no entre, como sucede en todos los parques de Madrid, -pero no en los de otros países, donde la gente, guardando una distancia, puede pasear-, he visto una bandada de cuervos posada sobre el verde. Donde antes había niños y abuelos que esperaban con la merienda a que los padres volvieran del trabajo ahora hay cuervos. Siempre hubo urracas y cotorras argentinas, esas que el ayuntamiento quería eliminar, acusadas de ser una especie invasora, y que tal vez ahora tendrán una oportunidad. Tiene su “gracia” eso que, desde aquí, acusemos a un especie americana de ser “invasora”. Los cuervos son muy listos, y no se fían de los humanos, con razón. Pero ahora ven que pueden bajar a comer semillas. El cuervo oteador, el vigilante, en un alto, me observa. Sabe que no puedo atravesar el cordón policial. En una semana han reocupado el espacio dejado por los niños, que ahora están en sus casas, machacados con miles de tareas que les mandan sus profesores, y otros deberes que les caen de aquí y de allá, y miles de consejos, en las redes, para que el día de mañana sean chic@s útiles a la sociedad.
Son días de plomo, como el cielo de estos días de Madrid. Nos enviamos constantes mensajes de ánimo, los un@s a los otr@s. Sabemos la que está cayendo. Y preguntamos por este o por aquel. Nos damos el parte de amigos y conocidos que han caído enfermos. El único momento de expansión social se produce por las tardes, a las 8, o las 9. De las manifestaciones en las calles hemos pasado a las caceroladas o a los aplausos en los balcones, pero no todos tienen balcones, aquellos "setenta balcones sin ninguna flor" de vuestro poeta Baldomero Fernández Moreno, que yo recitaba de niño, porque el estilo internacionalista y los especuladores dejaron de hacer balcones, ahora una casa con balcón es un lujo, como sucedía en los ochenta en Argentina, con una casa que tenía línea telefónica, en fin, salimos a los balcones, con el patio de butacas del teatro vacío, aplaudimos a los médicos y sanitarios, que se la están jugando, que están muriendo, y damos caceroladas contra unos y otros, según las causas, y contra el rey, por los latrocinios de su padre, y contra el tedio, hay otros que cantan, siguiendo a los napolitanos, pero eso es belcanto, otra cosa, yo me fijo en los niños que se asoman, los que no tienen balcón, y en los viejitos de una residencia de ancianos de la Avenida del Talgo, que está de camino a un supermercado pequeño donde hago la compra, desde allí me miran, pero ellos no pueden ni abrir la ventana, hermética, muy moderna, y esperan. Esperan.
La prensa publica que en caso de colapso las UCIs recibirán sólo a las personas con más esperanza de vida. Yo por su acera camino de prisa, con la bolsa y el ticket de la compra, por si me paran, para demostrar que sólo has salido para comprar alimentos. Me da por pensar que recordarán los tiempos en los que ellos podían caminar a paso rápido, y eran libres. Hay miedo en las calles, sí, pero nuestra obligación, nos la repetimos, nos la repiten, es mostrar entereza, y aguantar el golpe, venga de donde venga. Es la verdad.
La semana pasada, poco antes de declararse el Estado de Alerta, murió nuestra gatita, Blackie, con catorce años, de un ataque al corazón, de repente, en el jardín de casa de mi madre. No se quiso quedar para ver esto. Mi madre no lo sabe. Le dijimos que está con mis hijas, ahh, me dijo, la tratarán como a una reina. Era una gatita que traía suerte. La enterramos de prisa, en una ceremonia improvisada, cada una de mis hijas depositó una paletada de tierra sobre la pequeña fosa, y luego colocamos sobre su cuerpo una pequeña vieira de Santiago, para que renazca, en otro momento, más feliz, cuando los niños y los abuelos regresen al parque. #coronavirus
P.S. Añado una foto de Blackie en sus últimos tiempos; y una de joven moza, en La Montaña, cazadora contumaz de topillos de campo y de pajarillos, esto último contra nuestro consejo. Pero estaba en su naturaleza...
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