LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

sábado, 15 de febrero de 2014

La fuerza por la boca. Pere Quart.

No sé cómo, o por qué, pero ahora con más frecuencia que antes suelo recordar mis andanzas o mis cuitas de antes, de cuanto tenía trece, catorce, diecisiete o veinte años. Supongo que me voy acercando a una edad en la que recuperación de aquel remoto pasado –un pasado de  treinta y tantos años- se puede hacer desde, casi, la recuperación de un “personaje” mítico que nos sabemos muy bien si existió, y desde el imposible de lo que fue o pudo ser y de lo que nos dejamos por el camino, porque no fuera. Es difícil juzgar mis opiniones de entonces, mis ideas de lo que era el mundo, y las intenciones que había tras ellas.

Pere Quart (Joan Oliver), desencantado al final de su vida decía que había tenido la ocasión de verificar que la experiencia no mejora el juicio. Creía este poeta y escritor catalán, exiliado y reconocido perdedor de la vida, y “anarquista sin arrestos para desafiar la miseria”, que casi todo lo aprendido en la familia, en la calle, en la escuela, en la universidad, en el templo, era falso, o, por lo menos inútil. Yo no sé si llego a tanto, o si llegaré a esta descreencia más adelante, como Quart, pero es cierto que la vida, como sucede con los temarios y libros que uno estudiaba de urgencia para pasar aquellos exámenes de adolescencia, nos va liberando de todo lo que memorizamos para dejarnos al final con pocas cosas tangibles, y en general, si uno es honesto y ha permanecido libre de clerecías partidarias, con escasas certidumbres.

Yo por entonces era un gran discutidor, un polemista implacable -por no decir un pesado-, con mis profesores, compañeros, y familiares. Supongo que lo sigo siendo y uno de mis temores fue siempre que lo mejor de mí mismo, fuese eso lo que fuese, -que está por ver-, se quedara en esas conversaciones, y que yo no fuera capaz luego de llevarlas al papel; y ese sentido y sentimiento de obra perdida, evaporada, lo he tenido siempre.

Mis profesores de cuando era chico solían repetirme aquello de que no se me fuera la fuerza por la boca. Y la falta mayor que solían estos reseñar, a final de mes, en cuanto a mal comportamiento aludía a mi charlatanería en clase. "Hablas más que el tostao", me dice con frecuencia mi suegra. Y hasta "¡Góngora!, me llegaron a llamar unos chavales que jugaban al fútbol, en una Plaza de Cádiz, mientras yo no paraba de hablar y discutir un largo rato por teléfono. , mi ansia de oralidad ha sido enorme, y lo sigue siendo. De seguir al doctor Freud, quién sabe si me he quedado en la fase infantil de la evolución humana, sin avanzar hacia la anal, o la fálica. Quizá esto me ha preservado de daños mayores. En todo caso, yo hablaba entonces conmigo mismo en voz alta; y lo sigo haciendo. Mi padre pasaba al lado de mi habitación –que tenía un letrerito que impedía la entrada, avisando o sin avisar-, y me preguntaba: ¿estás con alguien? Y luego al rato le hacía un comentario a mi madre acerca de la rareza de ese chico que hablaba sólo en su cuarto.

Me sigue sucediendo hoy casi en todo, y en lo que escribo. Hasta que no leo el texto, hasta que no lo enuncio y siento su ritmo de impacto material sonoro en el espacio no acabo de darlo por bueno; si no suena bien, para mí no está bien escrito. Desde luego es un recurso retórico que en gran medida pesa y tal vez perjudica aquello que escribo; o, quién sabe, todo lo que hago. Una tara más. Tal vez tiene que ver que con mi iniciación a la literatura, que se produjo mediante la declamación y la participación en obras de teatro colegiales, de Lorca a Casona, de Muñoz Seca a Darío. Uno de mis libros favoritos de cuando tenía doce años era un manual de recitación titulado “El recitador sin maestro”, que pertenecía a mi madre.  La pregunta que me ronda es saber si esta educación fue un lastre hacia el verdadero conocimiento y hacia una mejor obra, o más aceptada. Y en ese caso, en el Juego de las Compensaciones tonskyanas, ¿hubiera sido yo mejor escritor de haber podido contener mi oralidad desbordante? ¿Hubiera ganado en calidad literaria a fuerza de perder en elocuencia? Es verdad que las palabras se las lleva el viento y las obras perduran… Pero, ¿hubiera valido la pena renunciar a lo otro? ¿al mundo de la noche y de los salones y a sus pompas, y al de los centros culturales, y de los museos, y de las inauguraciones?, allí donde la efímera palabra reina, y donde los taciturnos perecen...