El origen del proyecto, extrañamente concluido ahora, comienza hace más de treinta años, a principios de 1987, cuando publicamos en La Luna de Madrid un número especial de fotografía que reflejaba -o hacía una apuesta- de nombres y rostros que nos parecían relevantes o interesantes en aquel momento. Como habíamos escrito unos años antes, en 1983, en el editorial del nº 1 de la propia Luna de Madrid, nunca una generación en España había tenido que quemar tantas etapas de golpe, pasando de ser progres, hippies y contraculturales a ser punkis, mods y modernos, pues en diez años hubo que hacer mil transiciones, otros tantos malabarismos mentales y cambiarse el disfraz de lo que uno era, -no sólo el del día por el de la noche-, hasta llegar a un momento el que, supongo, ni nosotros sabíamos muy bien quiénes éramos. Tal vez ahora tampoco lo sepamos. Y en eso consiste un poco la vida, en no saber quién somos y en ir descubriendo paso a paso el enigma de «un futuro que ya está aquí», pero que no acertamos a descifrar.
Por el camino nos dejamos más que muchas plumas, porque nuestro propio cuerpo, al igual que el cuerpo de la ciudad, con sus calles, era «el cuerpo del amor» donde experimentábamos cada día una nueva forma de vivir y sentir. Muchas de las reivindicaciones de otras formas de vida, y de otros consumos alternativos, los pusimos nosotros por primera vez sobre la mesa en aquella España rancia, postfranquista y pacata que nos había caído en suerte. Recuerdo cómo nos reímos cuando supimos que allá por el 1983 el obispo de París, luego de ver un reportaje sobre una de nuestras alucinantes fiestas-concierto, declaró: “Si esta es la nueva España, pobre España”. Sí, entre todos, conseguimos darle la vuelta a todo aquello. Y pasarlo muy bien. Por eso escribí, en su momento, que «si viviste los ochenta y te acuerdas, es que no los viviste», una frase que resume mucho el espíritu de aquel tiempo callejero, porque el epicentro de nuestra revista era la calle y la ciudad recuperada, como espacio y órgano de creación, eso sí, con un fondo musical y nocturno
La Luna de Madrid fue un estado de ánimo colectivo, una revista-foro, coral, una combinación-túrmix de corte de los milagros que teníamos que hacer cada mes para sacar la revista a la calle, agitando, provocando, generando propuestas y recogiendo otras; un espacio común donde las diversas tribus urbanas y culturales podían visitarse hasta formar, como resultante, un largo y desenfadado etcétera de profesiones, personas, ocupaciones y ocios mezclados en la comunal algarabía de sus enormes páginas. Una de las habilidades de nuestra revista fue la de mezclar lo serio con lo frívolo, lo cultista con lo vulgar y lo repentino, lo clasificado con lo inclasificable, y en el camino hacia la astracanada, acertar: pues una gran parte de los colaboradores allí presentados son los que hoy, con las alzas y las bajas propias de una época difícil y arriesgada, siguen dando juego en nuestro panorama cultural.