LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

viernes, 10 de abril de 2020

Diario de la peste (7, 1 de abril. La tercera guerra mundial)

La Tercera Guerra Mundial
Hoy un amigo escritor, Feliciano Novoa, con el que estamos preparando un libro sobre “El Camino de Santiago” para el Año Jacobeo 2021, me decía, “oye, estoy perplejo, en las guerras de antes te podías exiliar, pero aquí no te puedes escapar a ninguna parte del mundo, es una sensación rara”. Sí, tiene razón. Siguiendo y llevando al extremo el símil bélico, estamos ya en la Tercera Guerra Mundial, pero ahora no luchan las naciones entre sí sino la humanidad entera. Uno no se puede escapar del planeta Tierra. Quizá este es el comienzo del Fin de la Historia del que hablaba Francis Fukuyama. El año cero.
Pues es la primera vez en la que podemos pensar así, entre otras cosas porque podemos pensar y sentir con los otros, compartiendo el mismo sentimiento de desamparo, estupefacción y angustia con esos lejanos habitantes confinados en otros continentes a los que ahora miramos de otro modo. Porque ellos somos nosotros, y porque somos todos. Antes sólo los veíamos, al pasar, en las noticias, cuando nos mostraban el titular de una catástrofe en un país u otro. Y a ellos les sucedía lo mismo con nuestras desgracias, accidentes, atentados, crisis varias. Qué pena, pobres, decíamos, pero ahí quedaba la cosa. Pero ahora los miramos de verdad, no los vemos, y nos miramos en su espejo, que es el nuestro, y sabemos lo que sienten. Es la humanidad entera la que ahora sufre, no los tuyos o los míos.
Incluso países en conflicto se proponen treguas, como sucede entre Israel y la sojuzgada Autoridad Palestina, que ahora colaboran entre sí contra el #coronavirus y la pandemia, que ya es decir.
Las redes de amigos nos hacen llegar mensajes muy variados, lo mismo que hago yo con estas notas. Los que tenemos una cierta edad, de cuarenta o cincuenta para arriba, mandamos artículos, reseñas de científicos que explican el origen del virus, su desarrollo, ¿qué hacer, qué no hacer si uno muestra síntomas?, muchas peticiones de firma en change.org, y en otras plataformas, de variado pelaje, y otras contra un Gobierno al que no dan tregua los hacedores de astillas profesionales, incapaces de ponerse en el lugar del otro. También llegan relatos orales, y consejas, programas de coaching, y protestas contra los recortes en sanidad que no supimos defender ni atender hace años. Las instituciones, mientras, patrocinan números de teléfono adonde acudir para sumar fuerzas contra la soledad. Y números de asistencia psicológica para que llamen los familiares de los caídos en combate contra el virus.
Claro, eso es lo más terrible, pensar que tu ser querido muere en soledad, que no puedes estar a su lado, y que luego no puedes despedirlo en condiciones, acarreado su cuerpo en un vehículo militar -otra vez la guerra- hasta no sé sabe qué ciudad, allí donde tienen capacidad para convertirlo en cenizas. Pero el teléfono ése, por más que se ponga buena voluntad, no es mas que un magro reemplazo del velatorio.
Porque el duelo no tiene capacidad transitiva. Y hay que vivirlo, en compañía. Yo no voy, casi por principio, a esas ferias de vanidades sociales que son bautizos, primeras comuniones y bodas. Y mis amigos, corteses, han aprendido a no invitarme. Pero sí acudo a funerales y velatorios, para despedir a los caídos. Nos reunimos, nos damos un abrazo, se cuentan anécdotas, y junto al dolor aflora una broma, un recuerdo compartido. Y a veces tomas una copa a la salud del finado. Lo hicimos así en el de mi padre, hace muchos años. En el de mi hermano, en los de amigos como Jorge Berlanga, Keko Yuste o Sigfrido Martín Begué.
Ahora, la chavalería de todo el mundo, en cambio, graba canciones, raps, y melodías con mucho ritmo, desde las azoteas. Y se hacen quedadas en zoom, y se planifican futuros encuentros. Cuando se es joven, se puede esperar. El drama para ellos es que no pueden ver a sus amigos, o coger la moto, o jugar un partidillo, o que las clases o los erasmus han sido suspendidos. Esta es la primera guerra de la historia, en el Año Cero del nuevo conteo, en la que no son los chavales y los jóvenes quienes son enviados al frente de batalla, también cantando, carne de cañón para defender las ideas de los mayores, poderosos, serios y adustos mandarines, que son los que ahora caen en las trincheras.
En esta Tercera Guerra Mundial, también, pasan otras cosas. En Moria, Isla de Lesbos, en Grecia, campamento de refugiados de otras guerras analógicas, los periodistas con conciencia nos recuerdan a los confinados permanentes, allí echados de la mano de Europa. Y es que Europa no está ni se la espera. Cada país, casi cada comunidad, cada pueblo, se tiene que defender con lo que tiene, pues poco o nada se espera de Bruselas, lejana capital imperial. Me recuerda esto algo a lo que hice referencia en mi ensayo sobre Adriano y su camino.
Para Roma, el nombre de Britania Secunda señalaba el confín del Imperio y de la civilización; más allá estaban los llamados bárbaros, pueblos de perdido origen. Caída Roma, y abandonada la frontera y su red de fortificaciones, los historiadores recogen la última y dramática comunicación directa del emperador Honorio, en torno al año 400 d. C., en la que conmina a los romanizados ingleses a la autodefensa, puesto que el Imperio ya no era capaz de asistirlos, y de enviar tropas a la isla para defenderla del pasacalle de pueblos bárbaros, anglos, sajones, jutos, que iban llegando a esas tierras, y de los otros germanos que acabaron por arrasar la propia Roma.
Años después, Beda el Venerable, el cultísimo monje benedictino, recoge la tradición de tres peticiones dirigidas a Roma, en la que los romanizados brittons solicitan que les envíen ayuda y una legión para defenderse. Pero Beda también informa que, al final, Roma les viene a decir que son ya ellos quienes deben designar capitanes, armarse y defender sus vidas y haciendas, por su cuenta. Uno de esos capitanes, Ambrosius Aurelianus, será el trasunto del futuro Artús. Pues este momento, en el que cada uno tenía que velarse por su cuenta, es cuando nace el mito de Arturo. Así estamos ahora, cada palo que aguante su vela.
Declarada la Tercera Guerra Mundial, nieva en Madrid. Lissie, tumbada, no quiere salir. Prefiere su camita, a mi vera. Detesta la lluvia y el frío, y eso que se supone que es una perra ovejera. Pero uno es lo que ha sido en vida, no lo que fueron sus antepasados. Así que pese a haber nacido y vivido diez años en La Montaña de Cantabria, prefiere el sol de Madrid, ciudad golpeada, y esos días azules de antes en los que íbamos a levantar conejos, siempre sin éxito. Expediciones de las que regresábamos a casa con la moral alta, fracasados pero inasequibles al desaliento, que es lo que ahora nos piden los noticieros y los boletines de guerra.

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