Un escritor, forzado a un
extremo, esto es, asumida su condición liminar, debe mostrar lo que es
prisionero en una celda, con un lápiz y unas cuartillas. Por lo menos debe
mostrárselo a sí mismo. Porque hay algunos necesitados de tal cúmulo de
circunstancias, una hora especial, el color del papel o de la tinta, una
ciudad, un escenario, una luz azul en una esquina estratégica, un rock duro o
un blues a un volumen preciso, el estar ligero de estómago o el haber bebido un
coñac, y así un largo etcétera, y al final, lo que es más grave, un algo que
decir que nunca llega, porque no se ha cumplido una última circunstancia o
porque, cuando al fin se han cumplido todas, resulta que ha pasado la hora de
escribir o que ha llegado un oportuno visitante que escuchará nuestra cuita, o
un dolor de cabeza que nos exime de seguir trabajando.
Luego, damos otro tipo
de individuos que les gusta decirse escritores como el que dice: “me encanta la
jardinería”. Y son los que nos cuentan que todavía esperan unos años más para
sacar a la luz esa gran novela, - una
novela total -, nos responden cuando preguntamos por la trama, una novela que
vendrá a destruir o a cimentar toda la narrativa existente. Y añaden con toda
seriedad que para escribir algo interesante hay que tener cuarenta, cincuenta o
sesenta años, dependiendo esta cifra de la edad que ellos tengan y de lo que
crean que ha de tardar la inspiración que les haga culminar tal obra total.
Me quedo con Roberto Usigli, y con él recordamos a aquel hombre
que en una esquina esperaba su talento. Pero lo malo es que no pasaba por
aquella esquina. Anotó Usigli en su Diario: “Es cierto que si esperamos la palabra
original corremos el peligro de encontrar después de muchos años que no pasa
por esta esquina. La única manera de no pasar de moda es no estar a la moda.
Escribir es desaparecer como el ánfora rota”. Y es que con algunas personas es
necesario averiguar el límite que separa la pose, el afeite, lo esnob, de la
piel propiamente dicha, para descubrir, desilusionados, lo poco que queda de
esa persona separada de aquella suerte de efímeros disfraces. Y este no es un
discurso contra lo sofisticado sino contra lo falso, contra aquellos sujetos
carentes de franqueza propia y ajena. Porque lo decisivo no son esas
innumerables cosas, figuras, palabras que nos rodean, siempre cambiantes, sino
aquellas que asumimos, aquellas que incorporamos a nuestro ser, que elegimos
como nuestras desechando las otras que no nos convienen.
(De El Cuaderno de Egipto, 1986)
Se puede escribir sobre un tema, una idea, un encargo. O sea, redactar con más o menos gracia y estilo...pero harina de otro costal es hacer literatura. No todo escritor, evidentemente, hace literatura, pues esta hay que buscarla en la experiencia, real o fantástica, del escritor que se comunica con sí mismo, pues escribir de aquello que no se experimentó, o el autor creyó haber experimentado fantaseando, es plagio. El escritor literario subyace en los personajes de su fábula, trasuntos reales o imaginarios de él mismo: es el bueno y el malo de su obra, es el asesino y el asesinado, el vencedor y el derrotado, como Cervantes es tanto don Alonso Quijano como Sancho Panza, como la Trifaldi o el caballero del Verde Gabán. Tal es en mi concepto el diálogo consigo mismo del escritor que hace literatura, que se interroga y se responde, que se oculta y reaparece en el texto en este o aquel personaje, en tal o cual paisaje o evocación. Lo que nos entrega el escritor que hace literatura es su vida, la que fue, la que pretendió ser, la que fracasó frustrada, la que gozó y la que padeció. Nostalgias, melancolías, éxitos y derrotas, porque lo que no se ha vivido, real o imaginariamente, es simulación y suplantación, es falso. Dixit. Zahoro/Juanjo
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