Este pequeño relato que sigue es un homenaje a Juan Tamariz, y a Ramón Mayrata. Las imágenes proceden del curso El Arte de la Creación, que dirigí en la UIMP en La Magdalena, invitado por el gran Curri, Santiago Roldán. Invité a Tamariz gracias a Mayrata. La segunda foto es misteriosa. Porque la mancha de nubes que rodean al mago sólo se reveló en el cliché, como pude comprobar entonces. Pues en la realidad no hubo tal, y en la sala no estaba permitido fumar. El texto fue publicado en Una Fatal pérdida de tiempo. Allí imagino a un futuro mago, que por suerte, en nuestro amigo, no se dado.
"Vuelve al teatro de provincias el
prestidigitador sabio que en su juventud cargaba el peso de la magia en su
velocidad y en su fuerza, embriagando al público con una vorágine de cambios,
saltos y movimientos atrevidos, como si de un caleidoscopio en el que
hubiéramos introducido figuras humanas, en lugar de trocitos de papel coloreado,
se tratara. Ahora, en la vejez inminente y ominosa que todo lo dispersa, el
viejo mago hace lo mismo que hiciera, ilusionando al espectador ya no con bruscas
maniobras y alardes veloces, sino con la voz, distrayendo y confundiendo a su
audiencia con relatos extraños pero ciertamente vividos. Y mientras habla de
sus viajes por el mundo, con los dedos de las manos –único recurso, pero
mejorado en la experiencia de los años, que le ha quedado de su juventud-
extrae de un libro simulado el naipe que hacía un momento había guardado en una
pequeña arqueta la dama que se había ofrecido voluntariamente a oficiar de
acólito imparcial en representación de los asistentes. Y el público aplaude
enfervorizado, y el prestidigitador se ruboriza al ver agitarse de nuevo tantas
palmas en su honor, como las palomas y los pañuelos infinitos que en otro
tiempo escondía en su manga y en su chaleco impoluto. Y esto es así porque
ignora que se ha equivocado.
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Juan Tamarit, UIMP, 1985 |
Porque
no ha reparado en que su público ha envejecido tanto como él, que en realidad
se trata del mismo público fiel que asistía a sus representaciones juveniles,
primerizas, y que nunca ha dejado de venir a verle cada vez que sus turnés
artísticas -de año en año mucho más
distanciadas- le han traído de nuevo a la pequeña
ciudad de provincias donde comenzó. Porque él no sabe que los públicos de ahora
ignoran y desdeñan estos espectáculos -demasiado personales,
delicados, incapaces de divertirse y entregarse a la magia sencilla y absoluta
de un solitario en la escena-. Pero de evitarle esta pena se
encargan aquellos que con él en un tiempo fueron niños y jóvenes, cuando él era
ya figura, y que de este modo -al
revivir un instante todo aquello que les apasionó-
recuperan con las ilusiones fingidas de sus manos las otras tersas y dulces que
entonces tuvieron. Y para que él no se dé cuenta que sólo asisten viejos a sus
veladas, tácitamente, se ponen de acuerdo para invitar a sus hijos, a sus
sobrinos, a vecinos a los que nunca se dirigen, e incluso algunos, que no
tienen en su desmedida soledad ni a unos ni a otros, se tiñen el cabello y se
tocan con lentes oscuras y modernas, y con pantalones de tela vaquera, para
ocultar sus años al menos por un día, precisamente con esos aditamentos y esas
prendas que tanto les repugna. Y el prestidigitador nada sabe de todo esto. Y de
repente se fija en la tercera fila y se alegra porque también los roqueros van
a su fiesta sin saber que ese caballero de pelo verde y azul es, en realidad,
el Presidente del Colegio de Notarios, ya jubilado, y vuelto al terruño.
Y
comienza la fiesta, y se entrega a su magia sin reparar, es claro, que este
público conoce casi todas sus argucias, casi todos sus chistes y bromas porque
los han escuchado -la última vez hace tres años- y quieren, por eso mismo, que sea justo de ese
modo, y esperan con ansiedad el comentario jocoso acerca de una señora obesa
que se creía embarazada y que viene inmediatamente después de un truco en el
que una faja inmensa de color blanco y azul, que él acababa de cortar en
pedacitos en el borde mismo del escenario, aparece puesta bajo el traje de
noche oscuro de una señora del público situada en la mitad del teatro, la misma
señora empelucada y de aires distinguidos de siempre -un mucho
más ajada- ahora que abandona renqueante la
sala, indignada y con ademanes de protesta entre los aplausos frenéticos de los
asistentes, entre otras cosas porque tiene que regresar a bambalinas, para
ayudar en otro acto.
Y
tampoco sabe el prestidigitador que la mayor parte de las sorpresas que jalonan
su función fracasan. Que algunas de las monedas que introdujo a quince
metros de distancia en la caja de madera que custodiaba un espectador del patio
de butacas, en realidad, no han superado el invisible e imposible lanzamiento y,
o han caído silenciosamente sobre la moqueta, o, simplemente han encontrado
otro destino, tal vez en otra dimensión. Y el espectador, asustado, porque cree
que cuando se acerque el mago para recoger la caja y exhibirla triunfante –y en
el interim para colocar distraídamente las monedas que faltan y que él
tiene escamoteadas en el fieltro de su manga-, no va a poder hacerlo, por su evidente
temblor, introduce por su cuenta más monedas que las siete lanzadas, algunas
de las cuales todo el mundo ha visto caer, disimulando el faux pas con
exagerados ¡oooooh!, y de nuevo enfervorecidos aplausos.
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Juan Tamarit, UIMP, La Magdalena, Curso El Arte de la Magia, 1985 |
Y sucede que el anciano mago,
prevenido, a pesar de haber perdido por el camino tantas monedas, resulta que lleva
consigo muchísimas más y no tiene ningún problema para reponer hábilmente en la
caja, una vez recuperada, el resto de las monedas que él calcula que faltan. Y
cuando otro miembro del público, imparcial, conocido y respetado examina la
caja y contabiliza hasta catorce monedas, entre el fingido asombro, los codazos
de complicidad y el regocijo de los concurrentes, la sorpresa del
prestidigitador es mayúscula pues ignora cómo han podido llegar hasta allí
tantas monedas siendo, el doble de las siete escamoteadas. Y así, él termina
por ser, de esta guisa invertida, el único sorprendido y admirado de
todo el pequeño teatro.
Y
es que, en la vida, y especialmente en la vida del teatro, los papeles se
cambian súbitamente y así aquí resultaba que era el propio público el que venía
a hacer los trucos ante un solo espectador: el mismo mago, que de este modo
veía restituidas y engrandecidas todas aquellas gracias y ardides que él en
otro tiempo había inventado y ofrecido. Y las veía aumentadas e incomprensibles
porque en la elementalidad y en la simpleza que la ancianidad le había traído
no podía, ni de lejos, comprender el cúmulo de misterios que ahora rodeaba sus
actuaciones. Un cúmulo que ya lo desbordaba y del que intuitivamente se alejaba
cada vez más. La función proseguía. Y el mago, atribulado y nervioso, porque en
un descuido de su cintura agarrotada había perdido el naipe que había extraído
del fondo trucado de una mesa, coge al azar otra carta de la baraja -una
sota de copas-, y se la muestra a la impecable
señora, en la seguridad, ahora sí, de que ésta no la podrá reconocer y de que
todo el truco se va a ir al carajo. Y ,de repente, ¡oh sorpresa! ve que la
dama, que recuerda perfectamente que la carta que ella escondió era el as de
oros, dice que sí, que el mago ha acertado y que ese era el naipe por ella escogido:
una sota de copas. Y el patio de butacas, que se barrunta lo sucedido, se viene
abajo de aplausos ante la incredulidad y la mueca cariacontecida que paraliza
al prestidigitador, alelado en el centro de la platea con un naipe en la mano,
sin poder todavía entender qué es lo que ha ocurrido; cómo es posible que los
gritos de ¡fuera, fuera!, y los silbidos y los pateos, o los murmullos y el
silencio, que él por fin aguardaba se han trocado -como en
una alquimia humana- en bravos y olés y
felicitaciones desmedidas.
Y es que la dama, ahora regado su
rostro desde los lagrimales, nunca se hubiera atrevido a defraudar a su viejo mago
confesando la verdad, a ese mago maravilloso de su infancia, el primer ser -y tal
vez el único en su vida- que la enseño a reír, a soñar,
a dudar, aquellas tardes tranquilas en las que el sol refulgía entre las
tejavanas que coronaban las terrazas y en el corpiño hilado de los trajes
recién estrenados para la ocasión. Todo un regazo cariñoso y familiar, mientras
de la mano de su madre caminaba, junto a la pobre abuela -casi el
mejor recuerdo que conserva de ella cuando después de la función iban a
merendar rosquillas de anís y manzanilla, y la abuela lloraba, recordando a su
marido fusilado-. Y hacia allá iban, hacia el
teatro multicolor donde la esperaba el entonces apuesto y gentil mago, el mismo
mago de sus sueños que ahora ella tiene delante, a unos pasos, atontado con un
naipe en la mano, y al que ella quisiera besar, halagar, regresándole al menos
una mínima parte de toda la dicha y la ilusión que de él recibió en aquel
entonces, hace ya más de sesenta años. En rigor, la única dicha y la única
ilusión perfecta que supuso su entrega íntima a lo largo de su vida, la única
felicidad que permaneció fiel en su recuerdo, ampliada y deformada incluso a
medida que fue recogiendo los desastres que conformaron su existencia, el único
retrato indeleble que se opuso con terquedad al articularse objetivo y
desmedido -según ella- de las
constelaciones y las configuraciones que se empeñaron en castigarla".