LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

domingo, 6 de octubre de 2019

El viejo mago


Este pequeño relato que sigue es un homenaje a Juan Tamariz, y a Ramón Mayrata. Las imágenes proceden del curso El Arte de la Creación, que dirigí en la UIMP en La Magdalena, invitado por el gran Curri, Santiago Roldán. Invité a Tamariz gracias a Mayrata. La segunda foto es misteriosa. Porque la mancha de nubes que rodean al mago sólo se reveló en el cliché, como pude comprobar entonces. Pues en la realidad no hubo tal, y en la sala no estaba permitido fumar. El texto fue publicado en Una Fatal pérdida de tiempo. Allí imagino a un futuro mago, que por suerte, en nuestro amigo, no se dado.

"Vuelve al teatro de provincias el prestidigitador sabio que en su juventud cargaba el peso de la magia en su velocidad y en su fuerza, embriagando al público con una vorágine de cambios, saltos y movimientos atrevidos, como si de un caleidoscopio en el que hubiéramos introducido figuras humanas, en lugar de trocitos de papel coloreado, se tratara. Ahora, en la vejez inminente y ominosa que todo lo dispersa, el viejo mago hace lo mismo que hiciera,  ilusionando al espectador ya no con bruscas maniobras y alardes veloces, sino con la voz, distrayendo y confundiendo a su audiencia con relatos extraños pero ciertamente vividos. Y mientras habla de sus viajes por el mundo, con los dedos de las manos –único recurso, pero mejorado en la experiencia de los años, que le ha quedado de su juventud- extrae de un libro simulado el naipe que hacía un momento había guardado en una pequeña arqueta la dama que se había ofrecido voluntariamente a oficiar de acólito imparcial en representación de los asistentes. Y el público aplaude enfervorizado, y el prestidigitador se ruboriza al ver agitarse de nuevo tantas palmas en su honor, como las palomas y los pañuelos infinitos que en otro tiempo escondía en su manga y en su chaleco impoluto. Y esto es así porque ignora que se ha equivocado.
Juan Tamarit, UIMP, 1985
              Porque no ha reparado en que su público ha envejecido tanto como él, que en realidad se trata del mismo público fiel que asistía a sus representaciones juveniles, primerizas, y que nunca ha dejado de venir a verle cada vez que sus turnés artísticas -de año en año mucho más distanciadas- le han traído de nuevo a la pequeña ciudad de provincias donde comenzó. Porque él no sabe que los públicos de ahora ignoran y desdeñan estos espectáculos -demasiado personales, delicados, incapaces de divertirse y entregarse a la magia sencilla y absoluta de un solitario en la escena-. Pero de evitarle esta pena se encargan aquellos que con él en un tiempo fueron niños y jóvenes, cuando él era ya figura,  y que de este modo -al revivir un instante todo aquello que les apasionó- recuperan con las ilusiones fingidas de sus manos las otras tersas y dulces que entonces tuvieron. Y para que él no se dé cuenta que sólo asisten viejos a sus veladas, tácitamente, se ponen de acuerdo para invitar a sus hijos, a sus sobrinos, a vecinos a los que nunca se dirigen, e incluso algunos, que no tienen en su desmedida soledad ni a unos ni a otros, se tiñen el cabello y se tocan con lentes oscuras y modernas, y con pantalones de tela vaquera, para ocultar sus años al menos por un día, precisamente con esos aditamentos y esas prendas que tanto les repugna. Y el prestidigitador nada sabe de todo esto. Y de repente se fija en la tercera fila y se alegra porque también los roqueros van a su fiesta sin saber que ese caballero de pelo verde y azul es, en realidad, el Presidente del Colegio de Notarios, ya jubilado, y vuelto al terruño.
              Y comienza la fiesta, y se entrega a su magia sin reparar, es claro, que este público conoce casi todas sus argucias, casi todos sus chistes y bromas porque los han escuchado -la última vez hace tres años-  y quieren, por eso mismo, que sea justo de ese modo, y esperan con ansiedad el comentario jocoso acerca de una señora obesa que se creía embarazada y que viene inmediatamente después de un truco en el que una faja inmensa de color blanco y azul, que él acababa de cortar en pedacitos en el borde mismo del escenario, aparece puesta bajo el traje de noche oscuro de una señora del público situada en la mitad del teatro, la misma señora empelucada y de aires distinguidos de siempre -un mucho más ajada- ahora que abandona renqueante la sala, indignada y con ademanes de protesta entre los aplausos frenéticos de los asistentes, entre otras cosas porque tiene que regresar a bambalinas, para ayudar en otro acto.
              Y tampoco sabe el prestidigitador que la mayor parte de las sorpresas que jalonan su función fracasan. Que algunas de las monedas que introdujo a quince metros de distancia en la caja de madera que custodiaba un espectador del patio de butacas, en realidad, no han superado el invisible e imposible lanzamiento y, o han caído silenciosamente sobre la moqueta, o, simplemente han encontrado otro destino, tal vez en otra dimensión. Y el espectador, asustado, porque cree que cuando se acerque el mago para recoger la caja y exhibirla triunfante –y en el interim para colocar distraídamente las monedas que faltan y que él tiene escamoteadas en el fieltro de su manga-, no va a poder hacerlo, por su evidente temblor, introduce por su cuenta más monedas que las siete lanzadas, algunas de las cuales todo el mundo ha visto caer, disimulando el faux pas con exagerados ¡oooooh!, y de nuevo enfervorecidos aplausos.
Juan Tamarit, UIMP, La Magdalena, Curso El Arte de la Magia, 1985
Y sucede que el anciano mago, prevenido, a pesar de haber perdido por el camino tantas monedas, resulta que lleva consigo muchísimas más y no tiene ningún problema para reponer hábilmente en la caja, una vez recuperada, el resto de las monedas que él calcula que faltan. Y cuando otro miembro del público, imparcial, conocido y respetado examina la caja y contabiliza hasta catorce monedas, entre el fingido asombro, los codazos de complicidad y el regocijo de los concurrentes, la sorpresa del prestidigitador es mayúscula pues ignora cómo han podido llegar hasta allí tantas monedas siendo, el doble de las siete escamoteadas. Y así, él termina por ser, de esta guisa invertida, el único sorprendido y admirado de todo el pequeño teatro.
              Y es que, en la vida, y especialmente en la vida del teatro, los papeles se cambian súbitamente y así aquí resultaba que era el propio público el que venía a hacer los trucos ante un solo espectador: el mismo mago, que de este modo veía restituidas y engrandecidas todas aquellas gracias y ardides que él en otro tiempo había inventado y ofrecido. Y las veía aumentadas e incomprensibles porque en la elementalidad y en la simpleza que la ancianidad le había traído no podía, ni de lejos, comprender el cúmulo de misterios que ahora rodeaba sus actuaciones. Un cúmulo que ya lo desbordaba y del que intuitivamente se alejaba cada vez más. La función proseguía. Y el mago, atribulado y nervioso, porque en un descuido de su cintura agarrotada había perdido el naipe que había extraído del fondo trucado de una mesa, coge al azar otra carta de la baraja -una sota de copas-, y se la muestra a la impecable señora, en la seguridad, ahora sí, de que ésta no la podrá reconocer y de que todo el truco se va a ir al carajo. Y ,de repente, ¡oh sorpresa! ve que la dama, que recuerda perfectamente que la carta que ella escondió era el as de oros, dice que sí, que el mago ha acertado y que ese era el naipe por ella escogido: una sota de copas. Y el patio de butacas, que se barrunta lo sucedido, se viene abajo de aplausos ante la incredulidad y la mueca cariacontecida que paraliza al prestidigitador, alelado en el centro de la platea con un naipe en la mano, sin poder todavía entender qué es lo que ha ocurrido; cómo es posible que los gritos de ¡fuera, fuera!, y los silbidos y los pateos, o los murmullos y el silencio, que él por fin aguardaba se han trocado -como en una alquimia humana- en bravos y olés y felicitaciones desmedidas.
Y es que la dama, ahora regado su rostro desde los lagrimales, nunca se hubiera atrevido a defraudar a su viejo mago confesando la verdad, a ese mago maravilloso de su infancia, el primer ser -y tal vez el único en su vida- que la enseño a reír, a soñar, a dudar, aquellas tardes tranquilas en las que el sol refulgía entre las tejavanas que coronaban las terrazas y en el corpiño hilado de los trajes recién estrenados para la ocasión. Todo un regazo cariñoso y familiar, mientras de la mano de su madre caminaba, junto a la pobre abuela -casi el mejor recuerdo que conserva de ella cuando después de la función iban a merendar rosquillas de anís y manzanilla, y la abuela lloraba, recordando a su marido fusilado-. Y hacia allá iban, hacia el teatro multicolor donde la esperaba el entonces apuesto y gentil mago, el mismo mago de sus sueños que ahora ella tiene delante, a unos pasos, atontado con un naipe en la mano, y al que ella quisiera besar, halagar, regresándole al menos una mínima parte de toda la dicha y la ilusión que de él recibió en aquel entonces, hace ya más de sesenta años. En rigor, la única dicha y la única ilusión perfecta que supuso su entrega íntima a lo largo de su vida, la única felicidad que permaneció fiel en su recuerdo, ampliada y deformada incluso a medida que fue recogiendo los desastres que conformaron su existencia, el único retrato indeleble que se opuso con terquedad al articularse objetivo y desmedido -según ella- de las constelaciones y las configuraciones que se empeñaron en castigarla".


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