LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

domingo, 25 de marzo de 2012

La Marcha Nº 1 de Edward Elgar: apuntes de la vida literaria, y de la muerte.

Entrar en la década personal de los cincuenta ha tenido unos efectos colaterales inesperados.  Durante los últimos dos o tres años han muerto de repente varios de mis amigos de generación vital y artística, amigos con los que compartí aventuras de todo tipo, con los que me formé y con los que viví aquellos años ochenta de los que ya he escrito en otras ocasiones aunque no aquí. Para esto sigue siendo válido o útil el epígrafe que inventé para mi tesis doctoral, reutilizado más tarde para algunos ensayos que he ido publicando por aquí por o por allá, sobre todo en Claves de Razón Práctica o en Revista de Occidente: “Si viviste los ochenta y te acuerdas, es que no los viviste”. Es frase que hizo fortuna, y que ya tiene vida propia.


Esta precariedad que se alcanza cuando se llega a los cincuenta me la había anticipado Eudald Carbonell, el paleontólogo de Atapuerca. Hace unos años, en el 2006, caímos por Atapuerca,  Javier Conde y yo, con la idea de organizar una presentación de esos hallazgos en China, durante la Expo de Shanghái 2010. Eudald, junto con Juan Luis Arsuaga y toda la gente de la Fundación, nos recibió, y con ellos visitamos la Sima de los Huesos y el pequeño Centro de Interpretación, así como las obras del Museo de la Evolución Humana, entonces en construcción, ya en Burgos. En un momento de la visita le pregunté a Eudald por los registros de longevidad que se pueden inferir de aquellos restos, que se remontan a muchos miles de años, y por el efecto de la medicina en nuestro tiempo a la hora de prolongar la vida humana. Eudald, con mucha gracia, me explicó que dicho efecto era muy notable, pero que tenía sus límites. Los antiguos seres humanos, si estaban bien cuidados y alimentados, y se comprueba ese extremo cuando se encuentra un enterramiento de un personaje principal, rodeado de collares y abalorios, bien podían vivir cincuenta o sesenta años. Las mujeres, por los partos, o los guerreros, por su condición, en cambio tenían una vida más precaria. Y de ese modo me explicaba que la vida no ha cambiado no ha cambiado tanto como creemos.


Y entonces me comparó la vida humana con la vida útil de un coche, que tiene, por lo común, una garantía de unos cinco años. Y si durante este periodo ocurre un daño mayor que nos deja tirados durante un viaje, como se dice vulgarmente, nos quejamos y con razón al fabricante. Por supuesto esperamos que nos dure hasta diez o doce, pero si a los siete u ocho sobreviene una avería importante comprendemos que el vehículo ya no está en garantía; y que ya no tenemos derecho a la pataleta. Con la vida humana sucede algo parecido, con otros plazos. Hasta los cincuenta estamos en garantía, pero traspasada esta frontera, ya no tenemos derecho a quejarnos al hacedor. Así, la medicina moderna, a modo de buen taller mecánico, tiene la función de que vivamos lo mejor posible y de que se prologue nuestra vida útil, pero sabiendo que en cualquier momento puede sobrevenir el desastre.


Contra lo que se dice, y contra lo que predican los credos que prometen en el más allá una vida más plena que esta que conocemos, el vivo quiere vivir, pues vivir es sobre todo proyecto de vida, acción para la vida, y no preparación para la muerte. Otra cosa distinta es que siempre debemos estar preparados para recibir a esta última, casi con un espíritu deportivo. “Ready for the final stroke”, preparados para el golpe final, dicen los anglosajones. Pues el más grande enigma de la vida es su duración. Esta de ahora puede ser mi última línea, mi último impulso vital, y todavía no lo sé. Este texto, que no sé si llegará a ser leído y que someto y entrego a las ondas electromagnéticas que rigen nuestro mundo, es todavía una incógnita del futuro. La idea de escribir in articulo mortis, esto es, pensando en que tal vez no tengamos muchas más oportunidades de dejar en claro nuestro legado literario o nuestro mensaje debería ser explorada por algunos. Y creo que conduciría a la brevedad, a la síntesis, me explico: a la precisión.


No se trata de decir más sino de decirlo mejor. Juan Ramón Jiménez trascendentalizaba su texto cortando y puliendo, una y otra vez, afinando, más que ampliando. Y así se pasó corrigiendo sus versos hasta el mismo final de sus días: el resultado es Leyenda, su decir definitivo. Y Borges hacia lo mismo, pero empleando otra estrategia, modificando y explicando las razones varias por las cuales tal texto había sido escrito. El porteño es un maestro de la contextualización incesante, hasta el punto de que siendo su mejor exégeta, sus comentarios sobre sus propios textos, al extrañarse de los mismos, producen un efecto de distanciamiento, como si estos últimos hubieran sido escritos por otra persona, o como si hubieran sido escritos desde siempre, a modo de palabra sagrada. Así, ambos afirmaban su objetivo de alcanzar la verdad del escritor antes de morir. Y ambos profesaron la misma creencia de que un escritor de verdad, no un cuentahílos o un pájaro de esos que pían cuando les echan alpiste en el comedero, en realidad tiene en su vida apenas unas cuantas revelaciones, unas cuantas ideas o hipótesis con las que tejer su vida literaria. Lo demás es, con perdón, aburrir a las ovejas.


Yo creo mucho en esto que digo de los maestros citados. Y en mi caso puedo decir que muy pronto adquirí conciencia de lo que quería decir, cuando desde luego no tenía herramientas o conocimientos para decirlo. Pero la intuición, ya estaba, en la nuez. Tal vez a los catorce años o a los quince años, tuve la primera de estas. Mi vida como escritor ha sido tratar de volver a recuperar ese momento de iniciación a la vida y a la literatura: a mi religión y a mi deber en el mundo, aunque parezca pretencioso o irreal expresarlo así. Pero en ello no hay ni había mentira. Tal vez no he conseguido nada, no lo sé. Pero desde luego sigo siendo fiel al primer mensaje recibido. E intuyo que a muchas personas les sucede lo mismo, escriban o no escriban.


Pasaron después los años. Y yo recuerdo muy bien, todavía hoy, cuando cumplí los treinta. Me quedé anonadado. Me parecía una edad del todo inconcebible. Una cifra increíble que nunca hubiera imaginado alcanzar en la larga y maravillosa nube de la infancia y la juventud, pues, mientras estas duraron y se sucedieron de manera natural, llegar a los treinta me parecía que establecía un antes y un después de las cosas y de uno mismo. ¿Y qué decir ahora?, más veinte años después de aquel sucedido…


A lo que venía: en los últimos años, del 2009 en adelante, la parca de la cincuentena se ha llevado a muchos amigos, a Kiko Rivas (comisario de arte, artista y provocateur cultural); a Alfonso Álvarez Lorencio (librero, coleccionista de fanzines y de ediciones de la Alicia de Lewis Carrol); a José Luis Brea (philosoph posmoderno y rizomático); a Juan Ramón "Keko" Yuste, (fotógrafo y orientalista); a Julito Muchamarcha Bullón (barero ilustre promotor del Cañí, y autor de una frase memorable: Madrid será tu Dallas, que dejó estampada en varias pintadas de la ciudad que recibió a Ronald Reagan en 1986); a Sigfrido Martín Begué (pintor metafísico); a mi amigo y compañero de tantas sagas Jorge Berlanga, George, (cariñoso bon vivant y periodista); a algún compañero colegial, pienso en el ingeniero Martínez Lebrusant; a María José Berrocal (documentalista de archivos y expos de Francisco Ayala o de La Luna de Madrid); y ya por último a nuestra querida Lourdes Ferrándiz, de la que me despedí muchas veces y de la que lo sigo haciendo en su blog Un abril encantado, detenido y congelado en las ondas por esta parca como una foto finish que se niega a decir que hemos llegado, ¿adónde? en fin, todos han muerto en los cincuenta, más bien early fifties


También murió el pobre Antonio Gastón, dueño y animador de El Sol, pero este ya en sus buenos setenta. Sin ser viejo, al menos aguantó un poco más.  Al final de la misa que le celebraron en la capilla del Hospital Clínico de Madrid, oficiada por un simpático y dicharachero sacerdote guineano, la familia y los amigos tuvieron el detalle de hacer sonar Pompa y Circunstancia, la marcha nº 1 que compuso Edward Elgar en 1901. Esta marcha la hacía sonar Gastón todas las madrugadas a las cinco en punto, para señalar que El Sol, el local de nuestros desvaríos y desvelos cerraba. Bajo su impulso ascendíamos más o menos tocados de ala, las escaleras forradas de roja alfombra, como todo el local por cierto, y con más o menos fortuna nos enfrentábamos al frío helador de la noche o a lo que quedaba de ella.  Pues El Sol era un local sobre todo de invierno. ¿Nos retiramos?, esa era la eterna duda. 


Mi vida literaria y personal, por aquellos lejanos años y primeros ochenta comenzaba en La Luna de Madrid, en la redacción de nuestra revista, sobre las diez o las  once. Y entre unas cosas y otras me quedaba allí hasta las ocho de la tarde, a tiempo para llegar a inauguraciones artísticas o a presentaciones y debates literarios. Sobre las diez me dirigía hacia El Limbo,  en Alonso Martínez, que regentaba el hermano de Yuste. Luego cenábamos de cualquier manera, y según fuera la onda que buscásemos nos tomábamos alguna copa en locales de "primera hora", los que funcionaban entre las 12 de la noche y las 3 de la mañana, el Penta, El Cutre Inglés, El CalentitoEl Garaje Hermético, La Vía Láctea, el Cock o el de Diego, y tantos otros, según se ponían o se desponían de moda. O nos íbamos de flamenco, al Candela. O si había valor a la Cantina Mexicana de la calle del Tesoro. O de concierto previo en Rock-Ola o en la Morasol. Pero el final, indefectiblemente, nos hacía desfilar a todos los amigos por El Sol, para escuchar la Marcha de Elgar. Para los irredentos, a la salida de este, todavía quedaba Amnesia, donde la mañana te sorprendía con los llamados entonces ejecutivos agresivos llegando a las torres de AZCA, para comerse el mundo, sacrificando en el Altar de la Cantidad, que diría René Guénon.


Esta serie de muertes tempraneras, unida a otra serie más natural pero no menos larga, y que afecta a los padres de amigos que sí se están muriendo a su hora, me ha devuelto a la iglesia, en el sentido de que he tenido que acudir casi a dos funerales por mes, a veces a tres. He recordado así trances y oraciones olvidadas en cuyo poder teúrgico ya no creo. Y he comprobado que la memoria es muy falible, y que sirvió de poco –me parece- el haber ganado varios premios de catecismo cuando yo contaba con siete u ocho años, y era muy devoto. También he visto cómo han cambiado muchos de los ritos de nuestra infancia, y hasta el Padrenuestro. Pues ya no se perdona a los deudores, como en nuestra época. Algo habrá tenido que ver la Banca en ello. En todo caso, la dramaturgia de la misa y el sacrificio católico, con su misterio de la consagración del pan y el vino, y su Teoría de la Transubstanciación, sigue ofreciendo en su conjunto una representación de teatro sagrado de alto voltaje. Es una acumulación de ritos persas, romanos, y hebreos de extraordinaria y pagana fuerza. Y bien representada, impone.


En cuanto a las homilías que dirigen los sacerdotes a mis amigos difuntos,  y a sus familias, no puedo decir que me hayan impresionado, o menos que me hayan consolado. En general, deduzco que carecen de íntima convicción, o eso entiendo yo. Si bien comprendo que el trance es difícil incluso para un avezado predicador curtido en esos menesteres. ¿Cómo consolar al hermano o al hijo o al padre y al tiempo convencerle, porque lo dice el dogma, que una vida mejor ha comenzado? Como ya recogí en mi texto La caja de Pandora, en ciertas épocas de su larguísimo imperio, los egipcios antiguos llegaron a estampar ciento cuatro amuletos para proteger al difunto en su último viaje. Esta multiplicación de pólizas de seguro parece que escondía un cierto escepticismo en la efectividad de las mismas, y en la certeza de la vida de ultratumba. Nada nuevo por lo demás. Oscar Wilde, a propósito del Juicio Final, escribió: “el gran pecador le dijo a Dios: “no puedes enviarme al infierno porque siempre he vivido en él, ni puedes enviarme al cielo porque jamás, ni en parte alguna, he podido imaginarme un cielo. Y el silencio reinó en la casa del juicio”.


Sea como fuere, no es trago fácil despedir a un amigo, esté o no en garantía su chasis, por volver a Eudald Carbonell. Por mi parte, en ocasiones, si me lo han pedido, he tomado la palabra para decir algo del finado. Tomar la palabra, es un decir,  porque este tipo de discurso fúnebre, por recordar a Pericles, es para mí tan imposible que no me sirve para salir del trance ni toda la supuesta experiencia que acumulo en estos menesteres públicos, ni la no menos supuesta retórica que aprendí, y ¡hasta enseñé! en mis días de filosofías. Eso sí, a cuenta de las misas, he dado o hasta firmado la Paz a troche y moche, que esta sigue siendo la parte más cordial de la ceremonia. 


Claro que también se puede despedir al amigo por escrito, y eso da margen para matizar las cosas, y la necesidad del pañuelo disminuye. Durante este periodo he redactado algunos de estos artículos necrológicos, pero siendo tan perentoria la necesidad, y tan seguida, consideré hace poco abandonar tan penoso y triste género. De hecho, cuando murió Jorge Berlanga, hace unos meses, decliné el ofrecimiento que me hicieron en un diario para escribir unas líneas. De repente, pensé que no quería escribir de mis amigos en pasado. Tal vez una tontería. Por suerte, en esto de las despedidas, hay, sin embargo, otro rito que se sigue manteniendo, rito más familiar y amistoso, y muy antiguo, y que consiste en que, tras el funeral o el entierro, se acude a algún bar o cafetería a tomar alguna copa, que se bebe a la salud del amigo difunto, mientras se recuerda un poco su vida.


Para los amigos concitados en aquel Madrid irrepetible, han sido estas copas funerales, tan lastimosamente encadenadas, nuestra última despedida jovial con la que nos hemos dicho adiós. Y así, impostada la sonrisa, tarareamos los que aquí quedamos, los amigos que están en el ajo, cuando no la ponen durante la ceremonia, la Marcha Nº 1 de Elgar, que nos despidió entonces tantas veces, y que lo hace hoy por última vez, cada vez que nos vemos.
¿Nos retiramos?, ¿antes que amanezca?: la eterna duda y pregunta que nos hacíamos hace treinta años, hoy, en estas desbandadas que ahora sí son definitivas, cobra un extraño y nuevo sentido…

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