La relación del
poeta, del autor por antonomasia, en particular, con su obra, siempre estuvo en
general más ligada con el sentido de la gloria por alcanzar y de la memoria por
dejar, en esas obras, que con el público que la leyere en ese momento. No
quiero decir que eso último no importase. Para nada. Siempre que ha habido
cierto sentido de democracia, de tolerancia a la hora de emitir la opinión, y
por tanto público dispuesto a recibir doctrina o arte sin castigo, ya fuera en
tiempos de Grecia o en los nuestros burgueses, el autor ha cortejado el decir
de la gente, aunque sólo fuera por aquello de la necesidad de sentirse parte
del mundo. Casi podemos pensar lo mismo de filósofos y profetas; y por supuesto
de novelistas.
Incluso en estos
años de crisis que nos acercan a todos, autores minoritarios y mayoritarios, de
inéditos o de réditos, ¿acaso puede haber un escritor digno de tal nombre que
no sacrificaría gustoso, si se le pudieran ofrecer seguridades, el éxito de hoy
por la fama imperecedera de mañana? ¿La vida incómoda y llena de estrecheces de
lo que nunca deja de ser un momento a cambio de la fortuna literaria de la
posteridad? Es verdad que nos hemos protestantizado un tanto, por
seguir a Weber, y habrá alguno que dude entre la vida muelle de ahora y el
silencio de mañana. Pero este que dude poco digno será de la verdadera grey que
desde tiempo inmemorial honra en el altar de la Diosa Blanca.
El éxito en vida y
la gloria eterna, la de la memoria de los hombres, por supuesto que también se
ha dado o coincidido; pero con más frecuencia el reconocimiento ha sido más
bien tardío, hacia el final de la vida de uno o, sencillamente, tras el
tránsito hacia lo desconocido que es la muerte. No sé si es deseable la
conjunción de ambas instancias, pero incluso en el caso de los autores de
ambiciones religiosas, sólo ha sido el tiempo el que ha dado la verdadera
medida a aquella creación profética cuya potencia perturbadora aspiró a dogma
de fe. Pensando sólo en algunos de los Justos, ¿fracasaron en vida el Maestro
Kong, nuestro Confucio, o Jesús de Nazaret? ¿Sidarta Gautama o
Sócrates? Es posible que esta pregunta retórica sea de aplicación más discutible
para estos últimos mentados, quienes nos dirían, especulo, que el éxito o la
gloria de su mensaje está en relación con el sentido de pureza y de
autenticidad del mismo, y no tanto con el de su extensión, perdurabilidad o
nombradía. Si es así, ambos cuatro han fracasado, muy notablemente, puesto que
su éxito sólo ha sido posible gracias a un formidable malentendido.
Esto me recuerda
un bello poema de mi venerado Lawrence Durrell, y es el que dedica a Horacio, tras
su lectura en la edición de clásicos de James Loeb. El poema lleva el título de
"On First Looking into Loebs´s Horace" (Un primer vistazo en el
Horacio de Loeb"). El poema es un recuento o trasposición de los azares
del poeta romano, cuya última estrofa, la que aquí nos conviene, dice así:
So perfect
a disguise for one who had
Exhausted
death in art -yet who could guess
You would
discern the liar by a line,
The suffering
hidden under gentleness
And add
upon the flyleaf in your tall
Clear
hand: `Fat, human and unloved,
And held
from loving by a sort of wall,
Laid down
his books and lovers one by one,
Indifference
and success had crowned all´.
Que en una traducción aventurada
y atrevida propongo como:
Oh tan perfecto disfraz para
quien
vació la muerte en arte - y aún adivinar pudiera
o discernir al mentiroso por una línea,
al sufriente oculto en cortesías
y anotar en la alta celosía
de su clarísima palma: 'Gordo, humano y
malquerido,
separado del amor por una especie de
muro,
derribados libros y amantes uno a uno,
coronados de indiferencia y éxito todos han
sido.
¿Perduramos,
pues, a costa de una tergiversación que combina en el supuesto éxito la indiferencia
de una vida que ya no lo es? ¿Es la memoria un equívoco que con dificultad
deshacemos?
Y
sin embargo, estas mismas palabras de un 10 de noviembre de 2012, en un día
lluvioso de Madrid, mientras escucho a lo lejos, en el salón, las sonatas de
piano de Beethoven, ¿es todo ello acaso la prueba en contrario de que ese
equívoco puede revelarse como parte de una trascendencia pagana que nos trae
hasta hoy a Horacio y a Durrell? ¿Reviven al presente en el recuerdo? ¿Recobran
vida ambos? Sin duda ni el uno puede apurar el cálido vino ni el otro recuperar
al amante, pero, ¿en nuestra apelación de hoy, qué hay de ellos que resplandece
en la oscurísima tarde de este frío otoño?
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