LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

domingo, 5 de febrero de 2012

Tiempo de Savonarolas y Calvinos. La fiesta. Octavio Paz.

Las fiestas y celebraciones de Navidad y Año Nuevo, en el cruce entre el 2011 y el 2012, han pasado pero falta algo menos para las del inicio de la Cuaresma, con su Miércoles de Ceniza y su Carnaval, y Semana Santa y Pascua. Entre fiesta y fiesta, laica, religiosa, o privada, trabajamos, si podemos. Y contra lo que algunos creen, el rito de la fiesta es más parte de nosotros que el rito del trabajo. Por lo demás, cuanto más se aproxime este trabajo a lo que soñamos o a nuestro ideal de vida, más se acerca esta al viejo ideal de hallar nuestra realización personal en ese quehacer diario que suspende el tiempo, que nos hace cambiar de dimensión, viajando entre las cuerdas del espacio-tiempo.
Escribir un poema, o este texto, ¿es trabajo o es fiesta? Yo entiendo que lo segundo, pero admito la controversia. Octavio Paz, ese poeta tan grande y tan poco leído, sobre todo en España y en Argentina, al menos cuando yo viví allí, resumió esta disquisición con su habitual contundencia lírica: “Todo poema es una fiesta: un precipitado de tiempo puro”.
Rememoro detalles del mi encuentro con Octavio Paz, en Washington D.C., donde tuve la ocasión de entrevistarlo y de tomarme con él un brandy. Poca cosa parece, pero no lo fue, siendo aquel uno de los acontecimientos más importantes de mi vida. Duró nuestra conversación unas tres horas pero a medida que más tiempo pasa, aquella tarde del 18 de octubre de 1988 se engrandece en mi memoria, a modo de símbolo, como esa foto de mi padre, con uniforme inglés, desfilando en Burdeos, en el Desfile de la Victoria del año 1944.
Y digo esto desde la certeza de que no soy en exceso fetichista, y no hago mucho por ver o seguir y molestar a los escritores que admiro. Me basta y me sobra con leerlos, pues no me gustan esos encuentros forzados que los americanos resumen en la expresión photo opportunity. Además, vaya por delante que en las condenas laborales que he sufrido y sufro para ganarme el pan, siempre ha habido un costado de exposición social muy importante que me ha puesto en contacto con todo tipo de celebridades. Y gracias a este roce frecuente, no me resulta muy difícil distinguir las voces de los ecos, los falsarios de los honorables. Y sobre todo, la tontería humana que hay alrededor de todo ello: historias de poder.
En aquella conversación cordialísima, con parte de la misma off the record y con otra parte grabada, Paz comenzó por tener un detalle de amabilidad y deferencia con el joven que era yo entonces. Su agente en aquella ciudad, tras mucho hacerme de rogar, me había concedido media hora raspada, en el lobby del hotel internacional Four Seasons donde Paz se alojaba. Comenzamos a hablar, y yo a hacer preguntas que quería incisivas y que buscaban sentidos a su obra, y a sus muchos viajes y aventuras vividas. Al ratito, Paz me interrumpió: “ah, pero esto es distinto, creía que se trataba de otro tipo de interview. Vámonos a un rincón silencioso donde podamos conversar”. Nos levantamos y nos escondimos en un saloncito. Vino el camarero y Octavio Paz se pidió un brandy, y yo, claro, le seguí la ruta.

Yo no llevaba cámara de fotos, pero al terminar le pedí al maestro con toda humildad que me dedicase el tomo completo de su poesía reunida, que había viajado conmigo a tantos lugares, ese mítico libro azul que Seix Barral le había publicado en 1979, luego retocado en la edición de 1981. Paz escribió mi nombre completo y añadió –me da vergüenza decirlo- “con simpatía al joven poeta”. Con la parte grabada, publiqué por entonces una entrevista en España y otra, traducida al inglés, en la revista cuatrimestral que dirigía yo en EE. UU., “Encounters”, con el título de “Mejor ser ignorado que ilustre”, entresacado de unas opiniones suyas. Otro día la buscaré. ¿Estará en la nube?

Volvamos a la fiesta, que nos llevó a Paz. Sí, nos define mejor, nos sitúa en el mundo, junto a nuestros amigos y vecinos. Los ritos de integración en una ciudad o país tienen que ver más con la fiesta y lo excepcional que con el trabajo que nos hace sudar para ganar el pan. Tal vez por eso mismo, la gente, de mayor, recuerda los placeres vividos y soñados y tiende a olvidar los sinsabores de la lucha por la vida. Es probable que sea esto un mecanismo de supervivencia, una forma sutil de ir soltando lastre pues, de otro modo, la vida, al final, tal vez se nos haría del todo insoportable. ¡Qué bien intuyó Borges el terrible castigo de una memoria infinita!
Sí, creo que siempre ha sido así. Uno visita el Museo quai Branly, al otro lado de los Jardines del Trocadero, y comprende de inmediato que el ser humano de los comienzos, vibraba, antes que nada en la fiesta, en la ceremonia, allí donde vivir es algo más que comer y buscar el sustento. Mal que les pese a los Calvino y Knox de antaño, que incitaban a rezar salmos incluso en las tabernas, siempre se ha trabajado con un evidente sentido potlatch, como en la antigua Melanesia y Nueva Guinea o entre los indios americanos del Norte del Pacífico, entre los kwakiutl. Es decir, que se ha trabajado con el sentido de acumular para luego gastar en la fiesta, para engrandecernos ante los otros en el rito festivo, buscando el prestigio, la adulación, la rotundidad de nuestro nombre o saga, que es la forma más efímera de perdurabilidad que se conoce, de eternidad en la tierra.
La historia del nombre de este museo parisino de antropología refleja bien nuestro tiempo. Sus colecciones proceden de las antiguas del Museo del Hombre que se hallaban en el Palacio de Chaillot, junto a Plaza del Trocadero, que sigue guardando todo lo referido a la prehistoria. Pero al ir a inaugurarse el nuevo museo, los comisarios y los políticos no se pusieron de acuerdo en un nombre que honrase a las culturas humanas pero que al tiempo no fuera denigratorio con ninguna. Se quedó en la descripción del callejero: el Museo del Muelle Branly, que honra a un científico, uno de los pioneros de la radio conducción.
Las fiestas y celebraciones rituales, según para quién, significan cosas muy diferentes. Este año los designios festivos de los ritos de todos, compartidos, se presentan con cierto agitado debate pues hablar de fiesta en 2012 en anatema, y hasta habrá algún enmendador que nos lo reproche. Es tiempo de Savonarolas, Estajanovistas y Luteros. Lo que priva es el recorte, la supresión de las fiestas, y todos se apresuran para ver quién saca la tijera más afilada o quién enciende la pira más grande para que ardan todas nuestras vanidades juntas.
La imagen de la pira me lleva de nuevo a Calvino, y a Ginebra. Ciudad discreta que visité hace unos años, por el 2004, recibidos y guiados por Marcos Gómez y por Cristina Gómez, y donde se juntaron de nuevo sus tres hijas con las dos nuestras. Ocasión para retomar la vieja amistad porteña, enraizada a golpe de tango, vino y tenis. Ginebra tiene un aire antiguo, decadente a primera vista, pero en buen estado de uso. Impresiona la sobriedad y la proporción contenida de sus calles, de sus monumentos y jardines. Impresiona ese pasado, ese siglo XX y el eco de las conversaciones que allí se dieron, todo eso que podemos encontrar en Los Conjurados, el poema que Borges dedica a la Confederación Helvética, y cuya tumba en cementerio de Plainpalais visitamos. Su lápida lleva una leyenda muy hermosa, en anglosajón del siglo IX, que traducida dice “Y no temerán”, para animar a los guerreros que iban al combate… Puede que mi descripción sea un poco fantasía, pero yo no puedo dejar de ver y sentir esto que digo, en sus cafés, imaginando a sus parroquianos ilustres de otro tiempo, tal vez Robert Musil, tal vez Elias Canetti, tal vez Robert Walser, tal vez Gershom Scholem o George Steiner, todos esos seres mágicos cuyos textos me han transformado y que pasaron, vivieron y ¡hasta murieron! por aquí.
Otro día ginebrino buscamos y visitamos el humilde monumento a Miguel Servet, condenado por Calvino y Guillermo Farel y defendido por Sebastian Castalión, que atacó a Calvino diciendo "matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre”. La estela que visitamos data de 1903, levantada pues trescientos años después de haberse cometido el vil y horroroso asesinato público. Fue muy difícil encontrarla, está mal señalizada y rodeada de matojos y arbustos semisalvajes, mal cuidados. Se supone que se halla en el lugar donde Servet fue entregado a la hoguera. Pero sorprende hoy que la ciudad dedique este monumento expiatorio, y como digo muy discreto, con una mala conciencia que al tiempo que pide perdón a Servet excusa a Calvino y los Reformadores. Pues la leyenda inscrita en la piedra viene a decir que estos hechos fueron hijos de su tiempo, y que así se deben entender. Por eso está bien leer a Zweig, para comprender lo que pensaban otros contemporáneos. En fin, que trescientos años después no era preciso este gesto ambiguo. Revela una enorme falta de bondad y de solidaridad. O quién sabe, mezquindad personal, pues Marcos me decía que en el acta de condena por parte de la ciudad es posible que se hallen los apellidos de hijos ilustres de hoy. Quedemos nosotros con Paz, que también fue víctima de otro fuego, el que quemó su casa y su biblioteca, y que entristeció sus últimos años, y dejemos a estos hirsutos torturadores en su sitial del poder, entre capillas y catedrales.

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