LOS COMENTARIOS

To the Happy Few: espero que estos comentarios y las otras ideas o divagaciones que siguen en la bitácora presente puedan ser de alguna utilidad a quien quiere seguir o ya está en este oficio o carrera de las letras, ya porque sea muy joven y no tenga a quién acudir, o ya porque no siendo joven de cuerpo sí lo sea de espíritu, y desee o considere que es adecuado, con toda llaneza, combatir de este modo que ofrezco el aburrimiento...

Las reglas de uso que propongo al usuario son simples: que tus comentarios busquen la contundencia de la piedra lanzada y suspendida en el aire, buscando allí afinar la idea.

Deseo también que estos pequeños dardos de este diario personal que aquí inicio sirvan como disparadero de ideas para otros proyectos ajenos destinados a otros espacios.

Por último, los diálogos que se produzcan los consideraré estrictamente privados. Y no es preciso poner punto final a los mismos, pues incluso los ya transitados pueden recrudecerse pasado un tiempo.

sábado, 3 de febrero de 2018

El libro del olvido

Ayer por la noche hable con mi madre por teléfono, desde Mallorca, donde ahora vivo, en la ciudad amurallada de Alcudia, cerca de Alcanada. Vivo intramuros, casi murado, detrás de una de las viejas torres que blindaban el largo lienzo. Es hoy una imagen idílica, pero a veces, mientras desayuno, pienso en las viejas y crueles guerras que debieron tiznar mis ventanas de sangre y fuego. Mientras escribo esta nota, el mar ahora tranquilo se agita delicadamente entre las rocas recubiertas de posidonia de la pequeña cala de Sa Bassa Blanca, que da nombre al museo que dirijo. La posidonia, junto al agua, es un manto verde y oscuro que protege la línea de costa de la erosión. Es un manto denso, y me hace pensar en la imagen de una cabellera entrecana y rala, ya bajo el sol, que le hubiera brotado a la roca dura. A lo lejos se ven pocos barcos en la bahía inmensa. Es invierno, y hace frío.
Le he tenido que explicar a mi madre de nuevo qué es lo que hago en Alcudia, y las razones por las que he aceptado este trabajo en los confines de la isla, y las condiciones del mismo. Se ha quedado muy contenta; siempre ha pensado que soy un aventurero, y en su adn está inscrito el viajar y el cambiar de país, sin temor al desarraigo. En los últimos tres meses y medio, desde que estoy aquí, le he tenido que explicar esto mismo con variantes. No me gusta repetirme como si yo fuera un eco de mí mismo. De modo que cada vez que me pregunta qué es lo que hago en Mallorca, se me presenta una nueva oportunidad de recontar la historia, de añadir nuevos detalles, de olvidar otros que me parecían relevantes hace dos meses, o tres.
En noviembre pasado cumplió 92 años, y puedo decir que es una mujer feliz. Y es feliz de saberme feliz. Ayer le hablé de la colección de rosales del huerto medieval que tiene el museo, son casi cien variedades, con algunas cepas antiguas, de más de cien años. Exagero, tal vez, pero a mi madre le gusta más la fantasía que la realidad. Claro que ahora no hay rosas, no es la estación, pero eso no importa.
Para terminar la conversación, de repente, hablando de rosas, se me ocurrió recitarle a mi madre el poema del argentino Baldomero Fernández Moreno, Setenta balcones, y cuya primera estrofa dice así: Setenta balcones hay en esta casa,/setenta balcones y ninguna flor./¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?/¿Odian el perfume, odian el color? 
Es uno de lo pocos poemas que me sé de memoria. Al terminar de recitarlo, y tras un largo segundo de silencio, mi madre me dijo:
- Me lo tienes que copiar, para que lo pueda yo leer. Es un poema muy bonito.
Mamá no recuerda que ese poema me lo enseñó ella a mí, cuando yo tenía 10 años. Y gracias a ese recitado gané mi primer  premio de declamación. Ella había estudiado Arte y Declamación con Anita Villalaz, discípula de Berta Singerman. Eso fue en la década de los años 30 del siglo pasado. Supongo que por todo ello puedo decir que soy escritor. Pero ahora mi madre ya no se acuerda de todo eso. Ni del poema que ella misma me enseñó y que ahora escucha como nuevo.
Hoy la he vuelto a llamar. Me dicen que se ha caído en el baño, mientras se duchaba. Se niega a que nadie la acompañe o ayude en esta tarea. Ella me dice que no está tan mal, que ella no es una impedida, o una vieja inútil. Estuvo cinco minutos inconsciente. Por suerte, la empleada que la cuida y atiende estaba allí, y la pudo sujetar. Pero el médico, por teléfono, ha indicado que se trata de un desvanecimiento sin más. Normal. No hay más que hacer. Mi oficio en la distancia es hacerla reír un rato. Me lo cuenta a su modo, me dice que no fue para tanto, un resbalón. 
-Mamá -le pregunto- ¿no estarás tomando tragos? Hay viejos que se vuelven muy borrachines -le digo. Se ríe. Me dice que estoy loco, que qué cosas tengo, y nos reímos los dos, entregados al olvido que viene. 

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